La democracia es el ideal político más universal de nuestros días. George Bush lo invocó para justificar la invasión de Irak; Obama felicitó a lxs rebeldes de la plaza Tharir por llevarla a Egipto; Occupy Wall Street afirmó haber destilado su forma más pura. Desde la República Popular Democrática de Corea del Norte hasta la Región Autónoma de Rojava, prácticamente cada gobierno y movimiento popular se autodenomina democrático.
¿Y cuando hay problemas con la democracia, cual es la cura? Todo el mundo está de acuerdo: más democracia. Desde principios de siglo hemos visto la aparición de una avalancha de nuevos movimientos que prometían conseguir la democracia real, en contraposición con las ostensiblemente democráticas instituciones, que ellos describen como exclusivas, coercitivas y alienantes.
¿Existe un hilo conductor que vincule todos estos diferentes tipos de democracia? Cuál de ellas es la real? ¿Puede alguna de ellas proporcionar la integración y libertad que asociamos con el término?
Impelidxs por nuestras propias experiencias en movimientos de democracia directa, hemos vuelto a dirigir nuestra atención sobre estas preguntas. Nuestra conclusión es que los dramáticos desequilibrios en la economía y el poder político que inspiraron okupaciones y levantamientos desde la ciudad de Nueva York hasta Sarajevo, no son defectos accidentales de determinadas democracias, sino rasgos estructurales que se remontan a los orígenes de la propia democracia; y aparecen a lo largo de los años en prácticamente cada ejemplo de gobierno demócrata. La democracia representativa preservó todo el aparato burocrático que inicialmente se diseñó para servir a reyes; la democracia directa tiende a recrear esto a menor escala, incluso fuera de las estructuras formales del estado. Democracia no es lo mismo que autodeterminacion.
Sin duda, muchas cosas buenas se describen normalmente como democráticas. Este no es un argumento contra debates, colectivos, asambleas, redes, federaciones o contra trabajar con personas con las que no siempre estarás de acuerdo. El argumento es, más bien, que, cuando tomamos parte en estas prácticas, si entendemos lo que hacemos como democracia—como una forma de gobierno participativo más que como una búsqueda colectiva de la libertad—entonces, antes o después, recrearemos todos los problemas asociados con formas de gobierno menos democráticas. Esto sirve tanto para la democracia representativa como para la democracia directa, e incluso para los procesos de consenso.
En lugar de defender los procesos democráticos como un fin en sí mismos, evaluémoslos de acuerdo con los valores que inicialmente nos condujeron a la democracia: el igualitarismo, la integración y la idea de que cada persona debiera controlar su propio destino. Si la democracia no es el modo más eficaz de hacerlos realidad, ¿Cuál es?
Mientras luchas cada vez más feroces sacuden las democracias de hoy en día, lo que está en juego en este debate es cada vez mayor. Si seguimos intentando cambiar el orden prevalente con una versión más participativa de lo mismo, continuaremos acabando donde empezamos, y otrxs, que comparten nuestra desilusión, gravitarán hacia alternativas más autoritarias. Necesitamos un marco que pueda cumplir las promesas que la democracia ha traicionado.
Este libro es el resultado de años de diálogo entre participantes en movimientos sociales de tres continentes. Todxs lxs autorxs, excepto uno, han optado por mantener su anonimato para subrayar el carácter colectivo del proyecto.
Puedes acceder a una gran cantidad de material relacionado aquí
- Que es Democracia?
- Monopolizando la Legitimidad
- Controles y Equilibrios
- La Democracia Original
- Democracia Representativa—Un Mercado para el Poder
- Democracia Directa I: ¿Dejamos decidir a los Smartphones?
- Democracia Directa II: ¿Gobierno sin Estado?
- El Consenso y la Fantasía de la Unanimidad
- Lxs Excluidxs: Raza, Género y Democracia
- Argumentos en Contra de la Autonomía
- Obstáculos Democráticos a la Liberación
- Hacia la Libertad: Puntos de Partida
- Negándonos a ser Gobernadxs
¿Qué Es Democracia?
¿Qué es, exactamente, democracia? La mayoría de las definiciones que se pueden encontrar en los libros de texto tienen que ver con el gobierno de una mayoría o de representantes electxs. Sin embargo, la palabra democracia es, a menudo, usada de manera más amplia para definir la autodeterminación y la igualdad como ideas abstractas; algunxs radicales1 han ido más allá argumentando que la democracia real sólo se desarrolla fuera del monopolio del poder del estado y contra este. ¿Es la democracia una cuestión de gobierno de estado, una forma de autodeterminación horizontal, u otra cosa?
Empecemos diferenciando dos usos distintivos del término. Usado con precisión, democracia define un conjunto específico de prácticas utilizadas en la toma de decisiones, con una historia que se remonta hasta la antigua Grecia. Por asociación, el término invoca la abstracta aspiración a tener políticas igualitarias, inclusivas y participativas. La cuestión fundamental para aquellxs que abrazan estas aspiraciones es determinar si las prácticas asociadas a la democracia son el camino más efectivo para conseguirlas.
De hecho, la variedad de procedimientos asociados a la democracia es amplio: incluye todo, desde los colegios electorales hasta procesos informales de consenso. Todas estas son formas de legitimar una estructura de poder que representa a lxs participantes. ¿Qué más tienen en común?
Podemos buscar pistas en los orígenes mismos del término. El término democracia deriva del griego antiguo demokratía, de dêmos “pueblo” y krátos “poder”. En resumen, democracia es el gobierno del pueblo. Vemos la misma fórmula en los movimientos sociales contemporáneos de America Latina: poder popular.
Pero ¿qué pueblo? Y ¿qué tipo de poder?
Estas palabras raíz, dêmos y krátos, sugieren dos denominadores comunes a todos los procesos democráticos: la manera de determinar quien participa en la toma de decisiones y la manera de hacer cumplir estas. En pocas palabras, ciudadanía y control. Estos son los fundamentos de la democracia, los que la hacen una forma de gobierno. Cualquier otra cosa se describe más adecuadamente como anarquía—la ausencia de gobierno, del griego an- “sin” y arkhos “gobernante”.
¿Quién cualifica a las personas como dêmos2? Porque, para que existan decisiones legítimas, tienen que definirse las condiciones de legitimidad, y un número específico de personas que las cumplan.3 Consecuentemente, toda forma de democracia requiere una manera de distinguir entre incluidxs y excluidxs. Esta línea divisoria podría ser el estatus en una asamblea legislativa, la ciudadanía en una nación, la membresía en un grupo, o la participación en las asambleas de vecinxs; podría ser la raza, el género, la propiedad de bienes, la edad, o el estado legal. Quién toma las decisiones puede ser simplemente determinado por quien toma parte en las reuniones—pero incluso en los casos más informales, las estructuras democráticas siempre requieren de un mecanismo de inclusión y exclusión.
Teniendo esto en cuenta, la democracia institucionaliza el carácter provinciano y chovinista de sus orígenes griegos al mismo tiempo que parece ofrecer un modelo que podría incluir a todo el mundo. Es por ello por lo que ha probado ser tan compatible con el nacionalismo y el estado; la democracia presupone al Otro, que no tiene los mismos derechos ni agencia política.
En los albores de la democracia moderna, la división entre incluidxs y excluidxs se articuló de manera suficientemente clara en el influyente texto de Rousseau El Contrato Social, en el que asegura que no existe ninguna contradicción entre democracia y esclavitud. Cuantxs más “malhechorxs” estén encadenadxs, sugiere, más perfecta será la libertad de lxs ciudadanxs. Esta concepción de suma cero es inherente a la democracia desde su fundación—de ahí que se incentive el control de acceso.
“No hay contradicción entre el ejercicio de la democracia y el legítimo control central administrativo, según el conocido equilibrio entre centralización y democracia. . . La democracia consolida las relaciones entre las personas y su principal fuerza es el respeto. La fuerza que se deriva de la democracia supone un mayor grado de adhesión en el cumplimiento de las órdenes con gran precisión y celo.”
-Saddam Hussein, “Democracy: A Source of Strength for the Individual and Society”
Centrémonos ahora en la otra raíz, krátos. La democracia comparte este sufijo con aristocracia, autocracia, burocracia, plutocracia, y tecnocracia. Cada uno de estos términos describe el gobierno de algún subconjunto de la sociedad, pero todos comparten una lógica común. Ese nexo común es krátos, poder.
¿Qué tipo de poder? Consultemos de nuevo a los antiguos griegos.
En la Grecia clásica, cada concepto abstracto se personificaba en un ente divino. Krátos era un Titan implacable que personificaba la fuerza coercitiva asociada al poder del estado. Una de las fuentes más antiguas en la que Krátos aparece es la obra Prometeo Encadenado, escrita por Esquilo en los primeros días de la democracia ateniense. La obra comienza con Krátos escoltando a un encadenado Prometeo, que está siendo castigado por robar el fuego de los dioses para dárselo a la humanidad. Krátos aparece como el carcelero que ejecuta las órdenes de Zeus sin cuestionárselas—un bruto “hecho para los actos de cualquier tirano”.4
El tipo de fuerza personificada por Krátos es la que la democracia tiene en común con la autocracia y cualquier otra forma de gobierno. Comparten las instituciones de coerción; el aparato legal, la policía, y el ejército, todas ellas precedieron a la democracia, y la han sobrevivido repetidamente. Estas son las herramientas “hechas para los actos de cualquier tirano”, independientemente de si el tirano al mando es un rey, una clase de burócratas, o “el pueblo” mismo. “La democracia significa simplemente el apaleamiento del pueblo por el pueblo, para el pueblo”, como dijo Oscar Wilde. Un siglo después Mu’ammer al Gaddafi se hizo eco de ello, sin ironía, en El Libro Verde: “la democracia es el control del pueblo por el pueblo.”
En la Grecia moderna, krátos es simplemente el término utilizado para el estado. Para entender la democracia, tenemos que mirar más de cerca al propio gobierno.
Hace 2.500 años declaramos la guerra al mundo! Llamamos a esta guerra democracia!
Monopolizando la Legitimidad
“Al igual que en los gobiernos absolutistas el rey es la ley, en los países libres la ley debería ser rey.”
– Thomas Paine, Sentido Común
Como forma de gobierno, la democracia sirve para producir un único orden a partir de una cacofonía de deseos, asimilando los recursos y actividades de la minoría en las políticas dictadas por la mayoría.
Para conseguirlo, cada democracia requiere de un espacio de toma de decisiones legítimas diferenciado del resto de la vida. Esto podría ser un congreso en un edificio parlamentario, o una asamblea general en una acera, o una app pidiendo votos vía iPhone. En cualquier caso, la principal fuente de legitimidad no son las necesidades inmediatas y deseos de lxs participantes, sino un proceso y un protocolo específicos de toma de decisiones. En un estado a esto se le llama “el imperio de la ley”, aunque el principio no requiere necesariamente un sistema legal formal.
Esta es la esencia del gobierno: las decisiones tomadas en un espacio determinan lo que puede ocurrir en el resto de los espacios. El resultado es la alienación—la fricción entre lo que se decide y lo que se vive.
¿No puede haber un gobierno en el que las mayorías no decidan de manera virtual lo correcto y lo incorrecto – sino a conciencia?
-Henry David Thoreau, Desobediencia Civil.
La democracia promete solventar el problema de la alienación incorporando a todo el mundo al espacio de toma de decisiones: el gobierno de todxs por todxs. “Lxs ciudadanxs de una democracia se someten a la ley porque reconocen que, aunque sea de manera indirecta, se someten a si mismxs como creadorxs de la ley”.5 Pero si todas esas decisiones fueran realmente tomadas por las personas a las que afectan, no habría necesidad de hacerlas cumplir.
¿Hasta qué punto te crees la idea de que el proceso democrático debe prevalecer sobre tu propia conciencia y tus valores? Hagamos un ejercicio rápido. Imagínate en una república democrática con esclavxs—por ejemplo, la antigua Atenas, la antigua Roma o los Estados Unidos de América hasta finales de 1865. ¿Obedecerías la ley y tratarías a la gente como propiedad mientras lxs animas a cambiar las leyes, sabiendo a ciencia cierta que, mientras tanto, generaciones enteras vivirán y morirán encadenadas? ¿O actuarías de acuerdo con tu conciencia desafiando la ley, como Harriet Tubman y John Brown?
Si siguieras los pasos de Harriet Tubman, entonces tú, también, crees que hay algo más importante que el imperio de la ley. Esto es un problema para cualquiera que quiera convertir la aceptación de la ley o de la voluntad de la mayoría en el árbitro último de la legitimidad.
Controles y Equilibrios
¿Qué protege a las minorías en un sistema en el que rige la idea de que el ganador se lleva todo? Defensorxs de la democracia explican que las minorías estarán protegidas por disposiciones institucionales—por controles y equilibrios.
En otras palabras, la misma estructura que mantiene el poder sobre ellxs es la que se supone que les protegerá de ella misma. No hay otra pastilla, así que tomate la que te enfermó.
Esta aparente paradoja no perturbó a los redactores de la constitución estadounidense, porque la minoría, cuyos derechos estaban preocupados por proteger, era la clase de lxs propietarixs, que ya tenía una influencia desproporcionada en las instituciones del estado. Como James Madison dijo en 1787,
Nuestro gobierno debería asegurar los intereses permanentes del país contra la innovación . Los propietarios de tierras deben tener una participación en el gobierno, para apoyar estos intereses invaluables y para equilibrar y controlar al otro. Deben estar constituidos de manera que protejan a la minoría de los opulentos contra la mayoría.
Así que, de hecho, las instituciones regidas por una mayoría pueden servir para proteger a las minorías—si hablamos de las minorías más privilegiadas. Pensar de otra manera sería ingenuo.
Creer que las disposiciones institucionales pueden servir para mantener a raya a las mayorías, significa confiar en que las instituciones siempre serán mejores que las personas que las manejan. De hecho, cuanto más poder otorguemos a los instrumentos de gobierno, más peligrosos serán cuando se vuelvan contra lxs marginadxs. Si el objetivo es proteger a las minorías de las mayorías, centralizar el poder y la legitimidad en una sola estructura institucional únicamente exacerbará el problema.
Las minorías deben tener el poder para defenderse a sí mismas si no quieren ser dominadas por mayorías. Solo una distribución descentralizada del poder, reforzada por un compromiso colectivo con la solidaridad, puede asegurar que siempre serán capaces de hacerlo.
La gran dificultad estriba en esto: primeramente, hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados, y luego obligarlo a que se regule a sí mismo.
-James Madison, El Federalista
Entonces, en lugar de que todxs se unan para imponer el gobierno de la mayoría, cada partidarix de la libertad debería cooperar para prevenir la posibilidad del gobierno mismo. Esto no puede ser un mero proyecto institucional, debe trascender cualquier conjunto particular de instituciones, para evitar que las limitaciones de estas se conviertan también en las suyas.
La idea de que las instituciones democráticas podrían proteger los derechos de lxs individuxs sirve para justificar el poder del estado a costa de la libertad personal.6 Lo que implica es que, para preservar determinado nivel de libertad condicional para lxs individuxs, el gobierno posee la autoridad última—la capacidad de arrebatar la libertad de todxs. Usando el pretexto de que, como dio Isaiah Berlin, “La libertad del lobo es la muerte del cordero”, el estado busca producir ovejas, reservándose la posición de lobo para sí mismo.
Pero en lugar de pensar en la libertad como un juego de suma cero regulado por el estado, ¿qué tal si la imaginamos como algo acumulativo? Si otrxs aceptan la tiranía, también debemos someternos a ella, pero cuando se oponen, crean las oportunidades que nos permiten hacer lo mismo. Si entendemos la libertad como una relación con nuestro potencial creada colectivamente, en lugar de una burbuja estática de derechos privados, ser libre no es simplemente una cuestión de estar protegidxs por las autoridades, sino el proyecto de crear ilimitados espacios de posibilidades. Bajo este prisma, la libertad de una persona se suma a la libertad de todxs;7 donde cuanto más se centraliza la fuerza coercitiva, menos libertad hay para todxs.
El Consentimiento de lxs Gobernadxs
“Sólo el pueblo presente, verdaderamente reunido, es pueblo y produce lo público. En esta verdad descansa el certero pensamiento, comportado en la célebre tesis de Rousseau, de que el pueblo no puede ser representado. No puede ser representado,8 porque necesita estar presente, y sólo un ausente puede estar re-presentado. Como pueblo presente, verdaderamente reunido, se encuentra en la Democracia pura con el grado más alto posible de identidad.”
-Carl Schmitt,9 Teoría de la Constitución.
El artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948 establece que “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”. Los gobiernos derivan su legitimidad “del consentimiento de los gobernados”, dice la Declaración de Independencia. Pero ¿cómo determinar si lxs gobernadxs han dado su consentimiento?
Comencemos por los casos más notorios. Hoy en día más de un billón de personas viven bajo regímenes explícitamente autoritarios, que sin embargo se autodenominan democráticos. Podemos empezar identificando qué denominadores comunes comparten estas autoproclamadas democracias con gobiernos como el que prevalece en Estados Unidos.
En esencia, no puede haber gobierno sin la participación de lxs gobernadxs, no hay krátos sin dêmos.10 Por ello, en un extremo del espectro de las supuestas democracias, encontramos regímenes como la República Popular de China—que Mao, siguiendo a Lenin,11 bautizó como “la dictadura democrática del pueblo”.12
Si la democracia es solo una forma de gobierno popular a través de representantes, estas tres palabras no necesariamente se contradicen entre sí. Ganar elecciones es una manera de reclamar la legitimidad de haber sido elegido por el pueblo; ser aclamado en las calles o instituido a través de la violencia popular son otras de las maneras de hacerlo. En la antigua Esparta, los miembros del consejo de ancianos eran elegidos por aclamación—ganaba el candidato que recibía los aplausos más sonoros.13 Los gobiernos democráticos que tomaron el poder en las revoluciones francesas de 1848 y 1870 eran elegidos de una manera parecida: lxs revolucionarixs proponían listas de representantes a las masas, que se reunían frente a las ventanas del Hôtel de Ville, para evaluar la reacción popular. En 2015, en Macedonia, el gobierno y la oposición llevaron a cabo manifestaciones rivales, cada uno de ellos esforzándose por validar su derecho al poder movilizando más personas— elecciones por manifestación en lugar de por votación. Si, como Barack Obama, consideramos la revolución egipcia de 2011 democrática14, también estamos validando la violencia participativa como una manera de legitimar gobierno.
Y si el pueblo elige al gobierno gritando o a través de la violencia popular, tampoco es descabellado imaginar que también podrían elegir un gobierno haciendo nada. Muchxs dictadorxs han desfilado ante al pueblo siendo aclamados de la misma manera en que lo eran los políticos que se elegían en Esparta y Paris. ¿De haberlo deseado, lxs habitantes de la República Popular Democrática de Corea no se habrían quitado de encima a Kim Jong-il? ¿Y si admitimos que no lo hicieron porque no pudieron, qué nos dice eso de aquellxs que consienten ser gobernadxs en democracias “reales” como la de Estados Unidos? Quizás, independientemente de si votan en las elecciones, aceptan la imposición de la ley solo porque no son capaces de defenderse a si mismxs contra el ejército más poderoso de la historia del sistema solar. ¿Elegimos los gobiernos que nos gobiernan porque los queremos, o los queremos porque no tenemos otra elección?
Esto es un problema si consideras que la legitimidad de los gobiernos emana del consentimiento de lxs gobernadxs. Para que esta afirmación fuera válida, debería ser lo suficientemente fácil derribar todo el aparato del estado como para que cualquier mayoría pudiera hacerlo sin grandes inconvenientes. La verdadera libertad no es sólo una cuestión de cuánta participación se nos ofrece dentro de una estructura determinada, sino de cuán libremente podemos cambiarla.
La Democracia Original
“¿Acaso significa que antes de los atenienses a nadie se le había ocurrido congregar a los miembros de la comunidad para tomar decisiones conjuntas en las que todas las intervenciones tuvieran el mismo valor?”
-David Graeber – Fragmentos de Antropología Anarquista
En la antigua Atenas, la famosa “cuna de la democracia”, ya podemos ver la exclusión y coerción que desde entonces han sido características esenciales de los gobiernos democráticos.15 Solo los varones adultos con entrenamiento militar podían votar; las mujeres, esclavxs, deudorxs y cualquiera que no tuviera sangre ateniense estaban excluidxs. Como mucho, la democracia englobaba menos del cinco por ciento de la población.
De hecho, la esclavitud era más prevalente en la antigua Atenas que en otras ciudades griegas, y las mujeres, en comparación con los hombres, tenían menos derechos. Aparentemente la gran igualdad entre ciudadanos varones significaba solidaridad contra mujeres y forasterxs. El espacio de la política participativa era una comunidad cerrada.
Podemos trazar los límites de esta comunidad cerrada en la contraposición ateniense entre lo público y lo privado—entre polis y oikos.16 La polis, la ciudad-estado griega, era un espacio de debate público donde todxs lxs ciudadanxs, al menos en teoría, eran consideradxs iguales. Por el contrario, el oikos, el hogar, era un espacio jerárquico en el que los propietarios varones gobernaban de forma suprema—una zona fuera del ámbito político, y que sin embargo servía de base a este. En esta dicotomía, el oikos representa todo lo que proporciona los recursos que sustentan la política, pero se da por sentado que es anterior, y por lo tanto fuera de ella.
Estas categorías permanecen hoy en día. Las palabras política (“los asuntos de la ciudad”) y policía (“la administración de la ciudad”) derivan de polis, mientras economía (la gestión del hogar”) y ecología (“el estudio del hogar”) derivan de oikos.
La democracia todavía se basa en esta división. Mientras siga existiendo una distinción política entre lo público y lo privado, todo, desde el hogar (el espacio de intimidad condicionado por el género que sostiene el orden imperante con trabajo invisible y no remunerado17) hasta continentes y pueblos enteros (como África durante el periodo colonial — o incluso la negritud misma18) será relegado fuera de la esfera de la política. De la misma manera, la institución de la propiedad, y la economía de mercado que produce, que han servido como subestructuras de la democracia desde sus orígenes, no se cuestionan y al mismo tiempo son impuestas y defendidas por el aparato político.
Afortunadamente, la antigua Atenas no es el único punto de referencia para la toma de decisiones igualitarias. Un rápido estudio de otras sociedades revela suficientes ejemplos, muchos de los cuales no están basados en la exclusividad o la coerción. Pero deberíamos entender estos también como democracias??
En sus Fragmentos de Antropología Anarquista, David Graeber reprocha a sus colegas identificar Atenas como el origen de la democracia, conjetura que los modelos de las Seis Naciones, lxs Amaziges (Bereberes), lxs Sulawesi o lxs Tallensi no reciben mucha atención simplemente porque ninguno de ellos se centra en el voto. Por una parte, Graeber tiene razón en dirigir nuestra atención hacia sociedades centradas en crear consensos más que en practicar la coerción: muchas de ellas encarnan, mejor de lo que lo hizo la antigua Atenas, los mejores valores de la democracia. Por otro lado, no tiene sentido que nosotrxs califiquemos estos ejemplos como verdaderamente democráticos y que, al mismo tiempo, cuestionemos las credenciales democráticas de lxs griegxs que inventaron el término. Esto no deja de ser etnocentrismo: afirmar el valor de los ejemplos no occidentales concediéndoles un estatus honorífico en nuestro propio, y ciertamente inferior, paradigma occidental.19 En cambio, admitamos que la democracia, como práctica histórica específica que se remonta a Esparta y Atenas y que se emula en todo el mundo, no ha estado a la altura de muchas de estas otras sociedades, y no tiene sentido describirlas como democráticas. Sería más responsable, y más preciso, describirlas y honrarlas en sus propios términos.
Eso nos deja, después de todo, con Atenas como la democracia original. ¿Qué pasaría si Atenas se hubiera vuelto tan influyente no por lo libre que era, sino por cómo aprovechó la política participativa para dotar de poder al estado? En esa época, la mayoría de las sociedades de la historia de la humanidad carecían de estado; en algunos sitios eran jerárquicas, en otras horizontales, pero ninguna sociedad sin estado había centralizado el poder de krátos. Por el contrario, los estados que existían eran raramente igualitarios. Lxs atenienses idearon un formato híbrido en el que la horizontalidad coincidía con la exclusión y la coerción. Si se da por hecho que un estado es deseable, o por lo menos inevitable, esto suena atractivo. Pero si el estado es la raíz del problema, entonces la esclavitud y el patriarcado de la antigua Atenas no eran irregularidades iniciales del modelo democrático, sino indicios de los desequilibrios de poder codificados en su ADN desde el principio.
La Democracia Participativa—Un Mercado para el Poder
Para nosotrxs, el gobierno de Estados Unidos tiene más en común con la república de la antigua Roma que con la antigua Atenas. Más que gobernar directamente, lxs ciudadanxs romanxs elegían representantes para que estuvieran al frente de una compleja burocracia. A medida que el territorio romano se expandía y la riqueza aumentaba, lxs pequeñxs agricultorxs perdían su posición y un número masivo de desposeídxs inundaba la capital; el descontento obligó a la República a extender el derecho de voto a segmentos cada vez más amplios de la población, pero la inclusión política hizo poco para contrarrestar la estratificación económica de la sociedad romana. Todo esto suena inquietantemente familiar.
La república romana llegó a su fin cuando Julio Cesar subió al poder, desde entonces, Roma fue gobernada por emperadores. Sin embargo, poco cambió para el romano medio. La burocracia, el ejército, la economía y las cortes continuaron funcionando como hasta entonces.
Adelantémonos dieciocho siglos hasta la Revolución de Estados Unidos. Encolerizadxs por la “tributación sin representación”, lxs norteamericanxs sometidxs al imperio británico se rebelaron y establecieron su propia democracia representativa,20 que rápidamente se complementó con un senado al estilo romano. Sin embargo, una vez más, la función del estado permaneció sin cambios. Aquellxs que habían luchado por liberarse del rey, descubrieron que la tributación con representación no era muy diferente. El resultado fue una serie de levantamientos incluido la Rebelión de Shay (1786-87), la Rebelión del Whisky (1794), y la Rebelión de Fries (1799-1800), todos violentamente reprimidos. El nuevo gobierno democrático tuvo éxito en pacificar a la población allí donde el Imperio Británico había fallado, gracias a la lealtad de muchxs ciudadanxs de a pie que se habían rebelado contra el rey. Esta vez, se alineaban con las autoridades: ¿o es que este nuevo gobierno no les representaba?21
“Aquellas personas que creen en la distinción más clara entre democracia y monarquía, apenas pueden apreciar cómo una institución política puede pasar por tantas transformaciones y, sin embargo, seguir siendo la misma. Sin embargo, una rápida mirada debe mostrarnos que, en toda la evolución de la monarquía inglesa, con todas sus ampliaciones y sus revoluciones, e incluso con su salto al otro lado del mar como colonia que se convirtió en una nación independiente y luego en un poderoso Estado, las mismas funciones y actitudes del Estado se han conservado básicamente sin cambios.”
-Randolph Bourne, El Estado
Esta tragedia se ha repetido una y otra vez. En la revolución francesa de 1848, el prefecto de policía del gobierno provisional entró en el despacho que había dejado libre el prefecto de policía del rey y asumió el mismo papel que acababa de dejar su predecesor. En el siglo 20, en las transiciones de la dictadura a la democracia de Grecia, España y Chile, y más recientemente Túnez y Egipto, los movimientos sociales que expulsaron a los dictadores tuvieron que seguir luchando contra la misma policía ahora bajo el control del régimen democrático. Esto es Krátos, lo que Bill Moyers llama el Deep State, que se traslada de un régimen a otro.
“Una Asamblea Constituyente es el medio utilizado por las clases privilegiadas, cuando una dictadura no es posible, ya sea para prevenir una revolución, o, cuando una revolución ya ha estallado, para detener su progreso con la excusa de legalizarla, y retirar muchos de los posibles logros que el pueblo haya obtenido durante el período insurreccional.”
-Errico Malatesta, “Contra la Asamblea Constituyente como contra la Dictadura”
Las leyes, cortes, prisiones, agencias de inteligencia, recaudadorxs de impuestos, ejércitos, policía: la mayoría de los instrumentos de poder coercitivo que consideramos opresivos en una monarquía o dictadura, operan de la misma manera en una democracia. Es por ello por lo que el mismo gobierno puede pasar sin problemas de imponer las decisiones de una minoría a imponer el gobierno de la mayoría. Sin embargo, cuando se nos permite depositar papeletas para elegir quien supervisa estas instituciones, somos más receptivxs a considerarlas nuestras, incluso cuando se usan contra nosotrxs. Este es el gran logro de dos siglos y medio de revoluciones democráticas: en lugar de abolir los medios que permitían gobernar a reyes y reinas, convirtieron estos medios en populares.
Desde la Revolución de Estados Unidos, la transferencia de poder de lxs gobernantes a las asambleas ha servido para detener prematuramente movimientos revolucionarios. Antes que acometer los cambios que buscaban vía acción directa, lxs rebeldes confiaron esa tarea a sus nuevxs representantes al frente del estado—solo para ver sus sueños traicionados.
El estado es, de hecho, poderoso, pero una cosa que no puede hacer es ofrecer libertad a sus súbditxs. No puede hacerlo porque su propia existencia emana de su sometimiento. Puede someter a otrxs, puede dirigir y concentrar recursos, puede imponer derechos y deberes, puede repartir derechos y concesiones—los premios de consolación de lxs gobernadxs—pero no puede ofrecer autodeterminación. Krátos puede dominar, pero no puede liberar.
En lugar de ello, la democracia representativa nos promete la oportunidad de gobernarnos lxs unxs a lxs otrxs de manera rotatoria: una realeza distribuida y temporal tan difusa, dinámica y, sin embargo, jerárquica como el mercado de valores. En la práctica, dado que este gobierno es delegado, sigue habiendo gobernantes que ejercen un enorme poder en relación con todxs lxs demás; por lo general, como los Bush y los Clinton, pertenecen a una clase dirigente de facto. No es de extrañar que, esta clase dirigente, tienda a ocupar los escalones superiores de todas las demás jerarquías de nuestra sociedad, tanto formales como informales. Aunque un político haya crecido entre la plebe, cuanto más tiempo ejerza la autoridad, más se alejarán sus intereses de los de lxs gobernadxs. Pero el verdadero problema no son las intenciones de determinadxs políticxs, sino el aparato del estado.
Al competir por el derecho a dirigir el poder coercitivo del estado, lxs contendientes nunca cuestionan el valor del propio estado, aunque en la práctica se encuentren en el extremo receptor de su violencia. La democracia representativa ofrece una válvula de escape: cuando la gente está insatisfecha, pone sus miras en las próximas elecciones, dando por sentado al propio estado. En efecto, si se quiere poner fin a la especulación de las empresas o a la devastación del medio ambiente, ¿no es el estado el único instrumento suficientemente poderoso como para lograrlo? No importa que sea el estado el que inicialmente haya establecido las condiciones que las ha hecho posibles.
¿Por qué estás luchando? Sólo quiero poder escoger al opresor de mi elección!
Hasta aquí la democracia y la desigualdad política. ¿Qué hay de la desigualdad económica que ha acompañado a la democracia desde sus inicios? Podrías pensar que un sistema basado en el gobierno de la mayoría tendería a reducir las diferencias entre ricxs y pobres, considerando que lxs pobres constituyen la mayoría. Sin embargo, al igual que en la antigua Roma, el actual ascenso de la democracia va acompañado de enormes abismos entre lxs que tienen y lxs que no tienen. ¿Cómo puede ser esto?
Al igual que el capitalismo sucedió al feudalismo en Europa, la democracia representativa resultó más sostenible que la monarquía porque ofrecía movilidad dentro de las jerarquías del estado. Tanto el dólar como la papeleta de voto son mecanismos para distribuir el poder de forma jerárquica, de manera que se elimina la presión sobre las propias jerarquías. En contraste con la inmovilidad política y económica de la era feudal, el capitalismo y la democracia se reparten el poder incesantemente. Gracias a esta flexibilidad dinámica, el rebelde en potencia tiene más posibilidades de mejorar su estatus dentro del orden imperante que de derrocarlo. En consecuencia, la oposición tiende a revitalizar el sistema político desde dentro en lugar de amenazarlo.
“La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece la autonomía; sólo prueba la eficacia de los controles.”
-Herbert Marcuse, El hombre unidimensional
La democracia representativa es a la política lo que el capitalismo es a la economía. Los deseos del consumidor y del votante están representados por monedas que prometen el empoderamiento individual, pero que concentran implacablemente el poder en la cima de la pirámide social. Mientras el poder se concentre allí, es bastante fácil bloquear, comprar o destruir a cualquiera que amenace la propia pirámide.
Esto explica por qué, cuando lxs ricxs y lxs poderosxs han visto sus intereses amenazados a través de instituciones democráticas, han sido capaces de suspender la ley para hacer frente al problema—como demuestran los truculentos destinos de los hermanos Gracchi en la antigua Roma y de Salvador Allende en el Chile moderno, políticxs que llegaron al poder a través de elecciones democráticas sólo para ser derrocadxs por amenazar con redistribuir la riqueza. En el marco del estado, la propiedad siempre ha triunfado sobre la democracia.22
” En la democracia representativa, igual que en la competición capitalista, supuestamente cualquiera tiene una oportunidad, pero solo unos pocos alcanzan la cima. Si no lo has logrado, ¡será porque no lo has intentado lo suficiente! Esta es la misma racionalización utilizada para justificar las injusticias del sexismo y el racismo: mirad, malditos zánganos quejicas, todos podríais ser Bill Cosby o Hillary Clinton simplemente si os esforzarais más. Pero en la cima no hay espacio para todos nosotros, no importa lo duro que trabajemos.
Cuando la realidad se genera a través de los medios de comunicación de masas y el acceso a estos medios está determinado por la riqueza, las elecciones son simplemente campañas publicitarias. La competitividad de los mercados dicta qué grupos de presión obtienen los recursos para determinar las bases sobre las cuales los votantes hacen sus decisiones. Bajo estas circunstancias, un partido político es esencialmente un negocio que ofrece oportunidades de inversión a través de la legislación. Es estúpido esperar que los representantes políticos se opongan a los intereses de su clientela cuando dependen directamente de ella para acceder al poder. “
-CrimethInc. Workers’ Collective, Trabajo
Democracia Directa I: ¿Dejamos decidir a los Smartphones?
“La verdadera democracia no puede establecerse más que por la participación del propio pueblo, y no a través de la actividad de sus sustitutos. Las Asambleas parlamentarias se han convertido en la barrera legal entre el pueblo y el ejercicio del poder al excluir a las masas del ejercicio de la política y monopolizar la soberanía popular por sí misma en sustitución de las masas y a los pueblos no les queda más que la falsa apariencia democrática, que se manifiesta en colocarse en largas filas para depositar las papeletas de voto en las urnas electorales.”
-Mu’ammer al Gaddafi, El Libro Verde
Esto nos lleva al presente. África y Asia son testigos de nuevos movimientos a favor de la democracia; mientras tanto, muchas personas en Europa y América, desilusionadas por los fracasos de la democracia representativa, han depositado sus esperanzas en la democracia directa, pasando del modelo de la república romana al de su predecesor ateniense. Si el problema es que el gobierno no responde a nuestras necesidades, ¿no es la solución hacerlo más participativo, para que ejerzamos el poder directamente en lugar de delegarlo en lxs políticxs?
Pero ¿qué significa eso exactamente? ¿Significa referéndums regulares, como el que llevó al Brexit?23 ¿Significa votar leyes en lugar de legisladores? ¿Significa derrocar al gobierno actual e instituir en su lugar un gobierno de asambleas federadas? ¿O algo más?
Por un lado, si la democracia directa no es más que una forma más participativa y lenta de pilotar el estado, podría ofrecernos más voz en los detalles del gobierno, pero preservará la centralización del poder que le es inherente. Existe un problema de escala: ¿podemos imaginar a 219 millones de personas con derecho a voto dirigiendo de forma directa las actividades del gobierno estadounidense? La respuesta convencional es que las asambleas locales enviarían representantes a las asambleas regionales, que a su vez enviarían representantes a una asamblea nacional, pero ahí ya estamos hablando de nuevo de democracia representativa. En el mejor de los casos, en lugar de elegir periódicamente a lxs representantes, podemos imaginar una serie incesante de referéndums decretados desde arriba.
Una de las versiones más sólidas de esa visión es la democracia digital, o e-democracia, promovida por los distintos Partidos Piratas. En teoría, podemos imaginar a una población conectada a través de la tecnología digital, tomando, en tiempo real, todas las decisiones relativas a su sociedad mediante el voto mayoritario. En ese orden, el gobierno mayoritario ganaría una legitimidad prácticamente incontestable; sin embargo, el mayor poder se concentraría probablemente en las manos de lxs tecnócratas que administraran el sistema. Al codificar los algoritmos que determinan qué información y qué preguntas pasan a primer plano, moldearían los marcos conceptuales de lxs participantes de forma mil veces más invasiva de lo que la publicidad de los años electorales lo hace en la actualidad.
Pero incluso si un sistema de este tipo pudiera funcionar perfectamente—¿queremos mantener un gobierno mayoritario centralizado? El mero hecho de ser participativo no hace que un proceso político sea menos coercitivo. Mientras la mayoría tenga la capacidad de imponer sus decisiones a la minoría, estamos hablando de un sistema idéntico en espíritu al que gobierna hoy en Estados Unidos—un sistema que también requeriría prisiones, policía y recaudadorxs de impuestos, o bien otras formas de realizar las mismas funciones. Si hoy en día es difícil reunir a la gente contra la policía racista, piensa cuánto más difícil sería argumentar que dicha policía es ilegítima, si lxs ciudadanxs de una comunidad predominantemente blanca dirigieran las operaciones policiales, democráticamente, a través de sus teléfonos inteligentes.
La verdadera libertad no es una cuestión de cuán participativo es el proceso de respuesta a las preguntas, sino de hasta qué punto podemos formular las preguntas nosotrxs mismxs—y si podemos impedir que otrxs nos impongan sus respuestas. Las instituciones que funcionan en una dictadura o en un gobierno electo no son menos opresivas cuando las emplea directamente una mayoría sin la mediación de lxs representantes. En última instancia, incluso el estado más directamente democrático es mejor para concentrar el poder que para maximizar la libertad.
El proyecto digital de reducir el mundo a su representación converge con el programa de la democracia electoral, en la que solo los representantes, mediante canales pre-establecidos, pueden ejercer el poder. Ambos proyectos se posicionan en contra de todo lo incomputable e irreducible. Fusionada como democracia electrónica, nos presentarían la oportunidad de votar sobre una gran variedad de asuntos minuciosos, mientras que vuelven incuestionable la infraestructura que la habilita –cuanto más participativo un sistema, más “legítimo” se vuelve.
-CrimethInc, “Desertando de la Utopía Digital”.
“La democracia no es, para empezar, una forma de estado. Es, en primer lugar, la realidad de un poder del pueblo que no puede coincidir jamás con una forma de estado. Siempre habrá tensión entre la democracia como ejercicio de un poder compartido de pensar y actuar, y el estado, cuyo mismo principio es apropiarse de este poder…. el poder de los ciudadanos es, por encima de todo, el poder de actuar por sí mismos, el de constituirse en fuerza autónoma. La ciudadanía no es una prerrogativa ligada al hecho de estar censado como habitante y elector en un país; es, sobre todo, un ejercicio que no puede ser delegado.”
-Jacques Rancière, entrevistado en Público, 15 de enero de 2012
Democracia Directa II: ¿Gobierno sin Estado?
No todo el mundo cree que la democracia es un medio de gobierno del estado. Algunxs defensorxs de la democracia han intentado transformar el discurso, argumentando que la verdadera democracia es incompatible con las estructuras del estado. Para lxs que se oponen al estado, esto parece ser un movimiento estratégico, ya que se apropia de toda la legitimidad que se ha invertido en la democracia a lo largo de tres siglos de movimientos populares y de propaganda autocomplaciente del estado. Sin embargo, este enfoque tiene tres problemas fundamentales.
Primero, es ahistórico. La democracia se originó como una forma de gobierno del estado; prácticamente todos los ejemplos históricos conocidos de democracia se llevaron a cabo a través del estado o, al menos, por personas que aspiraban a gobernar. Las asociaciones positivas que tenemos con la democracia como conjunto de aspiraciones abstractas llegaron más tarde.
En segundo lugar, fomenta la confusión. Lxs que promueven la democracia como alternativa al estado rara vez establecen una distinción significativa entre ambxs. Si se prescinde de la representación, la aplicación coercitiva y el Estado de Derecho, pero aún se mantienen todas las demás características que hacen de la democracia un medio de gobierno—la ciudadanía, el voto y la centralización de la legitimidad en una única estructura de toma de decisiones—, se acaban conservando los procedimientos de gobierno sin los mecanismos que los hacen eficaces. Esto combina lo peor de ambos mundos. Garantiza que, quienes se acerquen a la democracia anti-estado esperando que cumpla la misma función que el estado, se sentirán inevitablemente decepcionadxs, al tiempo que crea una situación en la que la democracia anti-estado tiende a reproducir la dinámica asociada a la democracia de estado a menor escala.
Finalmente, es una batalla perdida. Si lo que se quiere definir con la palabra democracia sólo puede darse fuera del marco del estado, se crea una ambigüedad considerable al utilizar un término que ha estado asociado a la política de estado durante 2.500 años.24 La mayoría de la gente asumirá que lo que quieres decir con democracia es, después de todo, compatible con el estado. Esto prepara el terreno para que los partidos y las estrategias estatistas recuperen la legitimidad ante la opinión pública, incluso después de haber sido completamente desacreditadxs. Durante las protestas antigubernamentales de 2011 en España y Grecia, los partidos políticos Podemos y Syriza ganaron tracción en las plazas okupadas de Barcelona y Atenas gracias a su retórica sobre la democracia directa, para luego llegar a los pasillos del gobierno donde ahora se comportan como cualquier otro partido político. Siguen haciendo democracia, sólo que de forma más eficiente y eficaz. Sin un lenguaje que diferencie lo que están haciendo en el parlamento de lo que la gente hacía en las plazas, este proceso se repetirá una y otra vez.
Cuando identificamos lo que hacemos, cuando nos oponemos al estado como la práctica de la democracia, preparamos el terreno para que nuestros esfuerzos sean reabsorbidos en estructuras de representación más amplias. La democracia no es sólo una forma de gestionar el aparato de gobierno, sino también de regenerarlo y legitimarlo. Lxs candidatxs, los partidos, los regímenes e incluso la forma de gobierno pueden cambiarse de vez en cuando, si se hace evidente que no pueden resolver los problemas de sus electorxs. De este modo, el propio gobierno—la fuente de, al menos, algunos de esos problemas—puede persistir. La democracia directa es sólo la última manera de renombrarla.
“Todos debemos ser simultáneamente gobernantes y gobernados, o un sistema de gobernantes y súbditos es la única alternativa. . . La libertad, en otras palabras, sólo puede mantenerse mediante un reparto del poder político, y este reparto se produce a través de las instituciones políticas.”
-Cindy Milstein, “Democracy is Direct” (La democracia es directa).
Incluso sin los familiares adornos del estado, cualquier forma de gobierno requiere alguna forma de determinar quién puede participar en la toma de decisiones y en qué condiciones—una vez más, quién cuenta como dêmos. Tales estipulaciones pueden ser vagas al principio, pero se harán más concretas cuanto más crezca una institución y cuanto más importante sea lo que esté en juego. Y si no hay forma de hacer cumplir las decisiones—sin krátos—los procesos de toma de decisiones del gobierno no tendrán más peso que las decisiones que la gente toma de forma autónoma.25 Esta es la paradoja de un proyecto que busca el gobierno sin el estado.
Estas contradicciones están suficientemente claras en la formulación de Murray Bookchin del municipalismo libertario como alternativa al gobierno del estado.26 En el municipalismo libertario, explicaba Bookchin, una organización exclusiva y declaradamente vanguardista, regida por leyes y una Constitución, tomaría decisiones por mayoría de votos. Presentaría candidatxs en las elecciones municipales, con el objetivo, a largo plazo, de establecer una confederación que pudiera sustituir al estado. Una vez que la confederación se pusiera en marcha, la pertenencia a ella sería vinculante incluso si los municipios participantes quisieran retirarse. Lxs que intentan mantener el gobierno sin el estado probablemente acaben con algo parecido al estado con otro nombre.
Entonces, la principal diferencia no está entre democracia y estado, sino entre gobierno y autodeterminación. El gobierno es el ejercicio de la autoridad sobre un espacio o una política determinada: tanto si el proceso es dictatorial como participativo, el resultado final es la imposición del control. Por el contrario, la autodeterminación significa disponer del propio potencial en los propios términos: cuando las personas se comprometen a ello juntas, no se están gobernando mutuamente, sino fomentando la autonomía sobre una base de refuerzo mutuo. Los acuerdos adoptados libremente no necesitan imponerse; los sistemas que concentran la legitimidad en una sola institución o proceso de toma de decisiones siempre lo hacen.
Es extraño utilizar la palabra democracia para la idea de que el estado es intrínsecamente indeseable. La palabra adecuada para esa idea es anarquismo. El anarquismo se opone a toda exclusión y dominación en favor de la descentralización radical de las estructuras de poder, los procesos de toma de decisiones y las nociones de legitimidad. No se trata de gobernar de forma totalmente participativa, sino de hacer imposible la imposición de cualquier forma de dominio.
De las plazas al parlamento: la democracia como poder del estado basado en el apoyo popular.
El Consenso y la Fantasía de la Unanimidad
“Tomando la palabra en su rigurosa acepción, no ha existido ni existirá jamás verdadera democracia. . . No es concebible que el pueblo permanezca incesantemente reunido para ocuparse de los negocios públicos.”
-Jean-Jacques Rousseau, El contrato social
Si los denominadores comunes del gobierno democrático son la ciudadanía y el control —dêmos y krátos—, la democracia más radical ampliaría esas categorías para incluir a todo el mundo: ciudadanía universal, control comunitario. En la sociedad democrática ideal, cada persona sería un ciudadano,27 y cada ciudadano sería un policía.28
En el extremo más alejado de esta lógica, el gobierno de la mayoría significaría el gobierno por consenso: no el gobierno de la mayoría, sino el gobierno por unanimidad. Cuanto más nos acercamos a la unanimidad, más legítimo se percibe el gobierno—por lo que ¿el gobierno por consenso no sería el gobierno más legítimo de todos? Así, por fin, no habría necesidad de policía.
Obviamente, esto es imposible. Pero vale la pena reflexionar sobre qué tipo de utopía implica esta visión. Imagina el tipo de totalitarismo que se necesitaría para producir suficiente cohesión como para gobernar una sociedad a través de un proceso de consenso—para conseguir que todo el mundo esté de acuerdo. ¡Significa reducir las cosas al mínimo común denominador! Si la alternativa a la coerción es abolir el desacuerdo, seguramente debe haber una tercera vía.
Este problema salió a la luz durante el movimiento Occupy en 2011. Algunxs participantes entendían las asambleas generales como los órganos de gobierno del movimiento; desde su perspectiva, era antidemocrático que la gente actuara sin una autorización unánime. Otrxs consideraban las asambleas como espacios de encuentro sin una autoridad prescriptiva: espacios en los que se podían intercambiar influencias e ideas, formando constelaciones fluidas en torno a objetivos compartidos para pasar a la acción. Lxs primerxs se sintieron traicionadxs cuando sus compañerxs de okupación emplearon tácticas que no se había acordado en la asamblea general; estxs replicaron que no tenía sentido conceder el poder de veto a una masa convocada arbitrariamente que incluía, literalmente, a cualquiera que pasara por la calle.
“La democracia significa el gobierno por medio de la discusión, pero sólo es eficaz si se puede evitar que la gente hable.”
–Clement Attlee, UK Prime Minister, 1957
Desacuerdo sobre el rol de la asamblea general durante Occupy Oakland.
Tal vez la respuesta sea que las estructuras de toma de decisiones deben estar descentralizadas y basadas en el consenso, de modo que el acuerdo universal sea innecesario. Esto es un paso en la dirección correcta, pero introduce nuevas preguntas. ¿Cómo debe dividirse el pueblo en las asambleas? ¿Qué dicta la jurisdicción de una asamblea o el alcance de las decisiones que puede tomar? ¿Quién determina en qué asambleas puede participar una persona o a quién afecta más una determinada decisión? ¿Cómo se resuelven los conflictos entre asambleas? Las respuestas a estas preguntas institucionalizarán un conjunto de normas que regularán la legitimidad, o bien darán prioridad a las formas voluntarias de asociación. En el primer caso, es probable que las normas se conviertan con el tiempo en algo parecido a un estado, ya que la gente se remitirá al protocolo para resolver las disputas. En el segundo caso, las estructuras de toma de decisiones cambiarán continuamente, se fracturarán, chocarán y resurgirán en procesos orgánicos que difícilmente pueden describirse como gobierno. Cuando lxs participantes en un proceso de toma de decisiones son libres de retirarse de él o de participar en actividades que contradicen las decisiones, entonces lo que está teniendo lugar no es un gobierno—es simplemente una conversación29.
Desde cierta perspectiva, se trata de una cuestión de énfasis. ¿Es nuestro objetivo crear las instituciones ideales, haciéndolas lo más horizontales y participativas posibles, pero acatándolas como fundamento último de la autoridad? ¿O nuestro objetivo es maximizar la libertad, en cuyo caso cualquier institución concreta que creemos está subordinada a la libertad y, por tanto, es prescindible? Una vez más—¿qué es más legítimo, nuestras instituciones o las necesidades y deseos para cuya satisfacción existen?
Incluso en el mejor de los casos, las instituciones no son más que un medio para alcanzar un fin; no tienen valor en sí mismas. Nadie debería estar obligado a adherirse al protocolo de ninguna institución que suprima su libertad o no satisfaga sus necesidades. Si todo el mundo fuera libre de organizarse con lxs demás de forma puramente voluntaria, ésa sería la mejor manera de crear formas sociales que realmente beneficien a todxs lxs participantes: porque en cuanto una estructura no funcionara para todxs lxs implicadxs, tendrían que perfeccionarla o sustituirla. Este enfoque no hará que toda la sociedad llegue a un consenso, pero es la única manera de garantizar que el consenso sea significativo y deseable cuando si tenga lugar.
Lxs Excluidxs: Raza, Género y Democracia
“No nos hemos beneficiado de la democracia de Estados Unidos. Sólo hemos sufrido la hipocresía de Estados Unidos.”
-Malcolm X, “El Voto o la Bala”
A menudo oímos argumentos a favor de la democracia alegando que, como forma de gobierno más inclusiva, es la más adecuada para combatir el racismo y el sexismo de nuestra sociedad. Sin embargo, mientras las categorías de gobernantes/gobernadxs e incluidxs/excluidos estén integradas en la estructura de la política, codificadas como “mayorías” y “minorías”, incluso cuando las minorías superen a las mayorías, los desequilibrios de poder según la raza y el género siempre se reflejarán como diferencias en el poder político. Por eso, las mujeres, lxs negrxs y otros grupos siguen sin tener una influencia política proporcional a su número, a pesar de haber poseído ostensiblemente el derecho de voto durante un siglo o más.
En The Abolition of White Democracy (La abolición de la democracia blanca), el difunto Joel Olson presenta una crítica convincente de lo que él denomina “democracia blanca“— la concentración del poder político democrático en manos de lxs blancxs por medio de una alianza entre las clases que gozan de privilegios blancos. Pero da por sentado que la democracia es el sistema más deseable, asumiendo que la supremacía blanca es un obstáculo fortuito en su funcionamiento y no una consecuencia de este. Si la democracia es la forma ideal de relaciones igualitarias, ¿por qué ha estado implicada en el racismo estructural30 durante prácticamente toda su existencia?
Cuando la política se construye como una competición de suma cero, lxs que tienen el poder serán reacixs a compartirlo con lxs demás. Consideremos a los hombres que se opusieron al sufragio universal y a lxs blancxs que se opusieron a la extensión del derecho al voto a la gente de color: las estructuras de la democracia no desalentaron su fanatismo, sino que les dieron un incentivo para institucionalizarlo.
Olson rastrea la forma en la que la clase dominante fomentó la supremacía blanca para dividir a la clase trabajadora, pero descuida las formas en que las estructuras democráticas se prestaron a este proceso. Sostiene que deberíamos promover la solidaridad de clase como respuesta a estas divisiones, pero (como argumentó Bakunin contra Marx31) la diferencia entre lxs gobernantes y lxs gobernadxs es, en sí misma, una diferencia de clase: pensemos en la antigua Atenas. La exclusión racial siempre ha sido la otra cara de la ciudadanía.
Así que la dimensión política de la supremacía blanca no es sólo una consecuencia de las disparidades raciales en el poder económico—también las produce. Las divisiones étnicas y raciales estaban arraigadas en nuestra sociedad mucho antes de los albores del capitalismo; la confiscación de los bienes de lxs judíxs por la Inquisición financió la colonización original de las Américas, y el saqueo de las Américas y la esclavización de lxs africanxs proporcionaron el capital inicial para poner en marcha el capitalismo en Europa y más tarde en Norteamérica. Es posible que las divisiones raciales sobrevivan también al próximo cambio económico y político masivo—por ejemplo, como asambleas exclusivas de ciudadanxs predominantemente blancxs.
No hay soluciones fáciles para este problema. Lxs reformistas suelen hablar de hacer nuestro sistema político más “democrático”, lo que significa más inclusivo e igualitario. Sin embargo, cuando sus reformas se llevan a cabo de una manera que legitima y fortalece las instituciones de gobierno, esto no hace más que dar más poder a esas instituciones cuando golpean a lxs perseguidxs y marginadxs—observa la encarcelación masiva de personas negras desde el movimiento pro-derechos civiles. Malcolm X y otrxs defensores del separatismo negro tenían razón al afirmar que, una democracia fundada por lxs blancxs, nunca ofrecería la libertad a lxs negrxs—no porque blancxs y negrxs no puedan coexistir, sino porque al convertir la política en una competición por el poder político centralizado, la gobernanza democrática crea conflictos que impiden la coexistencia. Si los conflictos raciales actuales pueden resolverse alguna vez, será a través del establecimiento de nuevas relaciones sobre la base de la descentralización, no integrando a lxs excluidxs en el orden político de lxs incluidxs.32
“Al erigir una sociedad esclavista, Estados Unidos creó la base económica para su gran experimento de democracia… La indispensable clase trabajadora de Estados Unidos existía como propiedad más allá del ámbito de la política, dejando a lxs estadounidenses blancxs libres para pregonar su amor por la libertad y los valores democráticos.”
-Ta-Nehisi Coates, “The Case for Reparations”
Mientras entendamos lo que estamos haciendo juntxs políticamente como democracia—como el gobierno mediante un proceso legítimo de toma de decisiones—veremos esa legitimidad invocada para justificar programas que son funcionalmente supremacistas blancos, ya sean las políticas de un estado o las decisiones de un consejo de portavoces. (Recordemos, por ejemplo, las tensiones entre los procesos de toma de decisiones de las asambleas generales predominantemente blancas y los campamentos menos blancos de muchos grupos Occupy. Sólo cuando prescindamos de la idea de que cualquier proceso político es intrínsecamente legítimo, podremos eliminar la última excusa de las disparidades raciales que siempre ha caracterizado la gobernanza democrática.
“Mientras haya policía, ¿a quién piensas que van a hostigar? Mientras haya prisiones, ¿con quienes piensas que las van a llenar? Mientras haya pobreza, ¿quién piensas que será pobre? Es ingenuo creer que podríamos alcanzar la igualdad en una sociedad basada en la jerarquía. Puedes barajar las cartas, pero el mazo sigue siendo el mismo.”
-CrimethInc, Para cambiarlo todo
Volviendo al género, esto nos da una nueva perspectiva de por qué Lucy Parsons, Emma Goldman y otras mujeres argumentaron que la demanda de sufragio femenino no tenía sentido. ¿Por qué alguien rechazaría la opción de participar en la política electoral, por imperfecta que sea? La respuesta corta es que querían abolir el gobierno por completo, no hacerlo más participativo. Pero si miramos más de cerca, podemos encontrar algunas razones más específicas por las que, las personas preocupadas por la liberación de la mujer, podrían desconfiar del sufragio.
Volvamos a la polis y al oikos—la ciudad y el hogar. Los sistemas democráticos se basan en una distinción formal entre las esferas pública y privada; la esfera pública es el lugar donde se toman todas las decisiones legítimas, mientras que la esfera privada queda excluida o descartada. A lo largo de un amplio abanico de sociedades y épocas, esta división ha estado profundamente marcada por el género, y los hombres han dominado las esferas públicas—la propiedad, el trabajo remunerado, el gobierno, la gestión y las esquinas de las calles—mientras las mujeres y las personas ajenas al género binario han sido relegadas a las esferas privadas: el hogar, la cocina, la familia, la crianza de lxs hijxs, el trabajo sexual, el trabajo de cuidados y otras formas de trabajo invisible y no remunerado.
En la medida en que los sistemas democráticos centralizan el poder de decisión y la autoridad en la esfera pública, esto reproduce los patrones patriarcales de poder. Esto es más evidente cuando las mujeres están formalmente excluidas del voto y de la política—pero, incluso cuando no lo están, a menudo se enfrentan a obstáculos informales en la esfera pública, mientras que tienen una responsabilidad desproporcionada en la esfera privada.
“La historia de las luchas políticas llevadas a cabo por el hombre nos demuestra que nada le benefició sin que le costara largos o graves quebrantos. En una palabra, cada pulgada de tierra conquistada, le valió un constante combate, una incesante brega para afianzar sus derechos, y no fue logrado esto mediante el sufragio. No hay, pues, razón para creer que la mujer, si quiere escalar las vallas de su propia emancipación, deberá ser ayudada por el voto político.”
-Emma Goldman, “Sufragio femenino”
La inclusión de más participantes en la esfera pública sirve para legitimar aún más un espacio en el que las mujeres, y quienes no se ajustan a las normas de género, operan en desventaja. Si la “democratización” significa un desplazamiento del poder de decisión desde los sitios informales y privados hacia espacios políticos más públicos, el resultado podría incluso erosionar algunas formas de poder de las mujeres. Recordemos cómo los centros populares de acogida de mujeres fundados en los años 70 se profesionalizaron gracias a la financiación del estado hasta tal punto que, en los años 90, las mujeres que los habían fundado nunca habrían podido optar a puestos de nivel básico en ellos.
Así que no podemos confiar en el grado de participación formal de las mujeres en la esfera pública como índice de liberación. En su lugar, debemos deconstruir la distinción de género entre lo público y lo privado, validando lo que ocurre en las relaciones, las familias, los hogares, los barrios, las redes sociales y otros espacios que no se reconocen como parte de la esfera política. Eso no significa formalizar esos espacios o integrarlos en una práctica política supuestamente neutral desde el punto de vista del género, sino legitimar las múltiples formas de toma de decisiones, reconociendo los múltiples centros de poder dentro de la sociedad.
“De todos los delirios modernos, el de la papeleta de votación ha sido sin duda el más grande… El principio de gobernar es en sí mismo erróneo: ningún hombre tiene derecho a gobernar a otro.”
-Lucy Parsons, “The Ballot Humbug”.
Hay dos maneras de responder a la dominación masculina de la esfera política. La primera es intentar que el espacio público formal sea lo más accesible e inclusivo posible; por ejemplo, inscribiendo a las mujeres para que voten, proporcionándoles servicios de guardería, estableciendo cuotas de quiénes deben participar en las decisiones, ponderando a quiénes se les permite hablar en los debates, o incluso, como en Rojava, estableciendo asambleas, con poder de veto, sólo para mujeres. Esta estrategia pretende implantar la igualdad, pero sigue asumiendo que todo el poder debe recaer en la esfera pública. La alternativa es identificar los lugares y las prácticas de toma de decisiones que ya empoderan a las personas que no se benefician del privilegio masculino, y concederles una mayor legitimidad. Este enfoque se basa en antiguas tradiciones feministas33 que dan prioridad a las vidas y experiencias de las personas por encima de las estructuras e ideologías formales, reconociendo la importancia de la diversidad y valorando dimensiones de la vida que suelen ser invisibles.
Estos dos enfoques pueden coincidir y complementarse, pero sólo si prescindimos de la idea de que toda la legitimidad debe concentrarse en una única estructura institucional.
Argumentos en Contra de la Autonomía
Hay varias objeciones a la idea de que las estructuras de decisión deben ser voluntarias en lugar de obligatorias, descentralizadas en lugar de monolíticas. Se nos dice que, sin un mecanismo central para gestionar los conflictos, la sociedad se degradará hacia la guerra civil; que es imposible defenderse de lxs agresores centralizadxs sin una autoridad central; que necesitamos el aparato del gobierno central para hacer frente a la opresión y la injusticia. Vamos a discutir cada una de estas objeciones por separado.
De hecho, es tan probable que centralizar provoque conflictos como que los resuelva. Cuando todo el mundo tiene que hacerse con el control de las estructuras del estado para obtener influencia sobre las condiciones de su propia vida, eso está condenado a generar fricciones. En Israel/Palestina, India/Pakistán y otros lugares en los que personas de diversas religiones y etnias habían coexistido de forma autónoma en relativa paz, el imperativo, impuesto por la colonia, de disputar el poder político en el marco de un único estado ha producido una prolongada violencia étnica. Este tipo de conflictos también eran habituales en la política estadounidense del siglo XIX—pensemos en las primeras guerras de bandas en torno a las elecciones de Washington y Baltimore34, o en la lucha por el Bleeding Kansas. Que estas luchas ya no sean comunes en EE.UU. no es prueba de que el estado haya resuelto todos los conflictos que generó.
El gobierno centralizado, promocionado como forma de resolver las disputas, sólo consolida el poder para que lxs vencedorxs puedan mantener su posición por la fuerza de las armas. Y cuando las estructuras centralizadas se derrumban, como ocurrió en Yugoslavia durante la introducción de la democracia en la década de 1990, las consecuencias pueden ser realmente sangrientas. En el mejor de los casos, la centralización sólo postpone los conflictos—igual que una deuda que acumula intereses.
[[https://cdn.crimethinc.com/assets/features/democracy/images/chart1370.gif Diagrama que ilustra las ventajas de la organización descentralizada y autónoma basada en redes sobre la democracia representativa y la democracia directa basada en asambleas. Peña-López, “Nueva Política: ¿Realidad o Propaganda?”]]
Pero ¿pueden las redes descentralizadas tener una oportunidad frente a las estructuras de poder centralizadas? Si no pueden, todo el debate es irrelevante, ya que cualquier intento de experimentar con la descentralización será aplastado por rivales más centralizados. La respuesta está por ver, pero los poderes centralizados actuales no están en absoluto seguros de su propia invulnerabilidad. Ya en 2001, la RAND Corporation sostenía35 que las redes descentralizadas, y no las jerarquías centralizadas, serán las que se disputen el poder en el siglo XXI. En las dos últimas décadas, desde el llamado movimiento antiglobalización hasta Occupy y el experimento kurdo de autonomía en Rojava, las iniciativas que han logrado abrir espacio a nuevos movimientos y experimentos sociales (tanto democráticos como anarquistas) han sido descentralizadas, mientras que iniciativas más centralizadas como Syriza han sido cooptadas casi inmediatamente. Académicxs de muchos campos de estudio teorizan ahora sobre las características y ventajas que distinguen a las organizaciones basadas en redes.
Por último, está la cuestión de si una sociedad necesita un aparato político centralizado para poder poner fin a la opresión y la injusticia. El primer discurso de investidura de Abraham Lincoln, pronunciado en 1861 en vísperas de la Guerra Civil, es una de las expresiones más claras de este argumento. Merece la pena citarlo extensamente:
“Hablaremos con franqueza: la idea dominante de la separación es la esencia de la anarquía. Una mayoría sujeta a las limitaciones constitucionales y que cambie fácilmente conforme a los cambios de la opinión popular es el verdadero soberano de un pueblo libre; el que la deseche cae en la anarquía; la unanimidad es imposible; rechazando el principio de la mayoría, sólo queda ya el despotismo…
Físicamente hablando, no podemos separarnos; no podemos aislar nuestras respectivas secciones sin levantar entre ellas una barrera inexpugnable; un marido y su mujer están en el derecho de divorciarse alejándose después uno de otro, pero las diferentes partes de la Unión no pueden hacer esto; deben permanecer unidas y continuar sus relaciones, ya sean éstas amistosas u hostiles. ¿Será posible que esas relaciones sean más ventajosas o satisfactorias después de la separación que antes? ¿Podrán los extraños hacer tratados mejor que los amigos de las leyes? ¿Podrán observarse mejor aquellos que éstas? Suponed que se va a la guerra; la lucha no ha de ser eterna, y cuando después de grandes pérdidas por ambas partes sin conseguir beneficio alguno, cese la contienda, todo serán dificultades respecto a la conducta que se deba observar.
Este país, así como sus instituciones, pertenece al pueblo que lo habita, y cuando éste crea que el gobierno existente no es lo bastante bueno, puede modificarlo en virtud de su derecho constitucional, aun cuando para ello tenga que apelar a la revolución.”
Sigue esta lógica lo suficientemente lejos en el mundo globalizado de hoy en día, y llegarás a la idea del gobierno mundial: el gobierno de la mayoría a escala de todo el planeta. Lincoln tiene razón, al contrario que lxs partidarixs del consenso, en que un gobierno unánime es imposible y que quienes no desean ser gobernadxs por las mayorías deben elegir entre el despotismo y la anarquía. Su argumento de que lxs extrañxs no pueden hacer tratados más fácilmente que lxs amigxs leyes, suena convincente al principio. Pero lxs amigxs no se imponen leyes unxs a otrxs: las leyes se hacen para imponerse a las partes más débiles, mientras que los tratados se hacen entre iguales. El gobierno no es algo que tenga lugar entre amigxs, al igual que un pueblo libre no necesita un soberano. Si tenemos que elegir entre el despotismo, el gobierno de la mayoría y la anarquía, la anarquía es lo más parecido a la libertad— lo que Lincoln llama nuestro “derecho revolucionario” a derrocar gobiernos.
Sin embargo, al asociar la anarquía con la secesión de los Estados del Sur, Lincoln estaba montando una crítica a la autonomía que, aún hoy, resuena en nuestros oídos. Si no fuera por el gobierno federal, dice su argumento, nunca se habría abolido la esclavitud, ni el Sur habría eliminado la segregación o concedido derechos civiles a la gente de color. Estas medidas contra la injusticia tuvieron que ser introducidas a punta de pistola por los ejércitos de la Unión y, un siglo después, por la Guardia Nacional. En este contexto, abogar por la descentralización parece significar aceptar la esclavitud, la segregación y el Ku Klux Klan. Sin un legítimo órgano de gobierno central, ¿qué mecanismo podría impedir que la gente actuara de forma opresiva?
Aquí hay varios errores. El primer error es obvio: de las tres opciones de Lincoln—despotismo, gobierno de la mayoría o anarquía—lxs secesionistas representaban el despotismo, no la anarquía. Del mismo modo, es ingenuo imaginar que el aparato de un gobierno central se utilizará únicamente del lado de la libertad. La misma Guardia Nacional que supervisó la integración en el Sur, utilizó munición real para sofocar las revueltas de lxs negrxs en todo el país; hoy en día, hay casi tantxs negrxs en las cárceles de Estados Unidos como esclavxs hubo en su día. Por último, no es necesario conferir toda la legitimidad a un único órgano de gobierno para actuar contra la opresión. Se puede seguir actuando—la única diferencia es que se hace sin el pretexto de aplicar la ley y sin tener las manos atadas por ella.
Oponerse a la centralización del poder y de la legitimidad no significa retirarse al quietismo. Algunos conflictos deben tener lugar; no hay forma de evitarlos. Son consecuencia de diferencias verdaderamente irreconciliables, y la imposición de una falsa unidad sólo los aplaza. En su discurso inaugural, Lincoln suplicaba en nombre del estado que se suspendiera el conflicto entre lxs abolicionistas y lxs partidarixs de la esclavitud—un conflicto inevitable y necesario, que ya se había retrasado durante décadas de intolerables compromisos. Mientras tanto, abolicionistas como Nat Turner y John Brown pudieron actuar con decisión sin necesidad de una autoridad política central—de hecho, pudieron actuar así sólo porque no reconocían ninguna. Si no fuera por la presión generada por acciones autónomas como las suyas, el gobierno federal nunca habría intervenido en el Sur; si más personas hubieran tomado la iniciativa como lo hicieron ellos, la esclavitud no habría sido posible y la Guerra Civil no habría sido necesaria.
En otras palabras, el problema no era demasiada anarquía, sino demasiado poca. Fue la acción autónoma la que forzó la cuestión de la esclavitud, no la deliberación democrática. Es más, si hubiera habido más partidarixs de la anarquía, en lugar de partidarixs de la regla de la mayoría, no habría sido posible que lxs blancxs del Sur recuperaran allí la supremacía política después de la Reconstrucción.
Cabe mencionar una anécdota más. Un año después de su discurso inaugural, Lincoln se dirigió a un comité de hombres libres de color para argumentar que debían emigrar para fundar otra colonia como Liberia con la esperanza de que el resto de la América negra les siguiera36,
Es mejor para ambos estar separados… Hay una falta de voluntad por parte de nuestra gente, por muy dura que sea, para que ustedes, las personas libres de color, se queden con nosotros.
Así, en la cosmología política de Lincoln, la polis de ciudadanxs blancxs no puede separarse, pero en cuanto lxs esclavxs negrxs del oikos ya no ocupan su papel económico, es mejor que se vayan. Esto ilustra las cosas con suficiente claridad: la nación es indivisible, pero lxs excluidxs son prescindibles. Si lxs esclavxs liberadxs tras la Guerra Civil hubieran emigrado a África, habrían llegado justo a tiempo para experimentar los horrores de la colonización europea, con el número de muertxs rondando los diez millones sólo en el Congo belga.37 La adecuada solución a tales catástrofes no es integrar todo el mundo en una única república gobernada por la mayoría, sino combatir todas las instituciones que dividen a los pueblos en mayorías y minorías—gobernantes y gobernadxs—, por muy democráticas que sean.
cdn.crimethinc.com/assets/features/democracy/images/isfreedom1370.gif
Obstáculos Democráticos a la Liberación
“La democracia es una excelente manera de asegurar la legitimidad del gobierno, incluso cuando hace un mal trabajo a la hora de cumplir con lo que el pueblo quiere. En una democracia que funciona, las protestas masivas desafían a los gobernantes. No desafían la naturaleza fundamental del sistema político del Estado.”
-Noah Feldman, “Tunisia’s Protests Are Different This Time”
Salvo guerra o milagro, la legitimidad de todo gobierno siempre se debilita; sólo puede debilitarse. Sea cual sea la promesa del estado, nada puede compensarnos el hecho de ceder el control de nuestras vidas. Cada agravio concreto subraya este problema sistémico, aunque rara vez los árboles nos permitan ver el bosque.
Aquí es donde entra en juego la democracia: otras elecciones, otro gobierno, otro ciclo de optimismo y decepción.
Pero esto no siempre pacifica a la población. En la última década se han producido movimientos y levantamientos en todo el mundo—desde Oaxaca a Túnez, desde Estambul a Río de Janeiro, desde Kiev a Hong Kong—en los que lxs desilusionadxs y descontentxs han intentado tomar las riendas del asunto. La mayoría de ellxs se han agrupado en torno a la máxima de más y mejor democracia, aunque esto no ha sido unánime.
Teniendo en cuenta el poder que los mercados y los gobiernos ejercen sobre nosotrxs, resulta muy tentador imaginar que, de alguna manera, podríamos darle la vuelta a la tortilla y gobernarlxs nosotrxs a ellos. Incluso quienes no creen que sea posible que el pueblo gobierne el gobierno suelen acabar gobernando lo único que les queda—la forma de rebelarse. Al abordar los movimientos de protesta como experimentos de democracia directa, se propone prefigurar las estructuras de un mundo más democrático.
“A veces te rebelas, pero para volver a empezar.”
-Albert Libertad, “El Criminal”
Pero ¿y si prefigurar la democracia es parte del problema? Eso explicaría por qué tan pocos de estos movimientos han sido capaces de plantear una oposición irreconciliable con las estructuras para cuya oposición se crearon. Con las discutibles excepciones de los zapatistas en Chiapas y la región autónoma de Rojava, todos ellos han sido derrotados (Occupy), reintegrados en el funcionamiento del gobierno imperante (Syriza, Podemos) o, peor aún, han derrocado y sustituido a ese gobierno sin lograr ningún cambio real en la sociedad (Túnez, Egipto, Libia, Ucrania).
Cuando un movimiento pretende legitimarse sobre la base de los mismos principios de la democracia de estado, acaba intentando vencer al estado en su propio juego. Incluso si tiene éxito, la recompensa por la victoria es ser cooptado e institucionalizado—ya sea dentro de las estructuras de gobierno existentes o reinventándolas de nuevo. Así, los movimientos que comienzan como revueltas contra el estado acaban recreándolo.
Esto puede ocurrir de muchas maneras diferentes. Hay movimientos que se perjudican a sí mismos al pretender ser más democráticos, más transparentes o más representativos que las autoridades; movimientos que llegan al poder a través de la política electoral, para inmediatamente traicionar sus objetivos originales; movimientos que promueven tácticas de democracia directa que resultan ser igual de útiles para quienes buscan el poder del estado; y movimientos que derrocan gobiernos, sólo para reemplazarlos. Consideremos estos movimientos uno por uno.
Si limitamos nuestros movimientos a lo que la mayoría de lxs participantes puede acordar de antemano, es posible que no podamos ponerlos en marcha. Cuando gran parte de la población ha aceptado la legitimidad del gobierno y sus leyes, la mayoría de la gente no se siente con derecho a hacer nada que pueda desafiar la estructura de poder existente, por muy mal que esta la trate. En consecuencia, un movimiento que toma decisiones por mayoría o por consenso puede tener dificultades para poner en práctica cualquier táctica que no sea meramente simbólica—de manera que, al no poder ejercer ninguna influencia para lograr sus objetivos, pocxs estarán interesadxs en participar en él.
Considera el levantamiento que tuvo lugar en Ferguson, Missouri, en agosto de 2014 en respuesta al asesinato de Michael Brown. ¿Te imaginas a lxs habitantes de Ferguson celebrando una reunión de consenso para decidir si debían quemar la tienda QuikTrip y enfrentarse a la policía? Y, sin embargo, esas fueron las acciones que desencadenaron lo que llegó a conocerse como el movimiento Black Lives Matter. La gente suele tener que experimentar algo nuevo para poder abrirse a ello; es un error limitar todo un movimiento a lo que ya es familiar para la mayoría de lxs participantes.
Del mismo modo, si insistimos en que nuestros movimientos sean completamente transparentes, eso significa dejar que las autoridades dicten qué tácticas podemos utilizar. En condiciones de infiltración y vigilancia generalizadas, tomar todas las decisiones en público, sin la opción del anonimato, invita a la represión de cualquiera que se perciba como una amenaza para el statu quo. Cuanto más público y transparente sea un organismo de toma de decisiones, más conservadoras serán sus acciones, incluso cuando esto contradiga su expresa razón de ser—piensa en todas las coaliciones ecologistas que nunca han dado un solo paso para detener las actividades que provocan el cambio climático. Dentro de la lógica democrática, tiene sentido exigir transparencia al gobierno, ya que se supone que representa y responde ante el pueblo. Pero fuera de esa lógica, en lugar de exigir que lxs participantes en los movimientos sociales se representen y se den explicaciones lxs unxs a otrxs, deberíamos tratar de maximizar la autonomía con la que pueden actuar.
Si reivindicamos la legitimidad de nuestros movimientos con el argumento de que representamos al pueblo, ofrecemos a las autoridades una forma fácil de superarnos, al tiempo que abrimos el camino para que otrxs coopten nuestras iniciativas. Antes de la introducción del sufragio universal, era posible sostener que un movimiento representaba la voluntad del pueblo; pero hoy en día unas elecciones pueden atraer a más personas a las urnas de las que el movimiento más multitudinario es capaz de movilizar en las calles. Lxs ganadores de las elecciones siempre podrán afirmar que representan a más personas de las que participan en los movimientos38.
Asimismo, los movimientos que pretenden representar a los sectores más oprimidos de la sociedad pueden verse superados por la inclusión de representantes simbólicxs de esos sectores en los pasillos del poder. Y mientras validemos la idea de la representación, algún nuevo político o partido puede utilizar nuestra retórica para llegar al poder. No deberíamos asegurar que representamos al pueblo—deberíamos afirmar que nadie tiene derecho a representarnos.
¿Qué ocurre cuando un movimiento llega al poder a través de la política electoral? La victoria de Luiz Inácio Lula da Silva y su Partido de los Trabajadores en Brasil parecía presentar un escenario óptimo en el que un partido basado en la organización radical de base tomaba el timón del estado. En aquel momento, Brasil albergaba algunos de los movimientos sociales más poderosos del mundo, como la campaña de reforma agraria del MST (Movimiento de los Sin Tierra), compuesto por 1,5 millones de personas; muchos de ellos interconectados con el Partido de los Trabajadores. Sin embargo, tras la llegada de Lula al poder en 2002, los movimientos sociales entraron en un precipitado declive que duró hasta 2013. Lxs miembrxs del Partido de los Trabajadores abandonaron las organizaciones locales para ocupar puestos en el gobierno, mientras que las necesidades de la realpolitik impidieron a Lula hacer concesiones a los movimientos que había apoyado anteriormente. El MST había obligado al gobierno conservador que precedió a Lula a legalizar muchas okupaciones de tierras, pero no avanzó en absoluto bajo el mandato de Lula.
Este patrón se repitió en toda América Latina cuando lxs, supuestamente radicales, políticxs traicionaron a los movimientos sociales que lxs habían llevado al poder. En 2016, los movimientos sociales más poderosos de Brasil fueron las protestas de la derecha, que acabaron derrocando al Partido de los Trabajadores con un golpe de estado; los movimientos de base se vieron obligados a elegir entre quedarse al margen o movilizarse para apoyar al partido que los había traicionado. No hay atajos electorales hacia la libertad.
Hitler mismo llegó al poder a través de elecciones democráticas.
¿Y si en lugar de buscar el poder del estado, nos centramos en promover modelos de democracia directa como las asambleas de barrio? Desgraciadamente, estas prácticas pueden ser utilizadas para servir a una amplia variedad de agendas. En 2009, miembrxs del partido fascista griego Amanecer Dorado se unieron a lxs vecinxs del barrio ateniense de Agios Panteleimonas para organizar una asamblea que coordinó los ataques contra inmigrantes y anarquistas. Tras la revuelta eslovena de 2012, mientras las asambleas vecinales autoorganizadas seguían reuniéndose en Liubliana, una ONG, financiada por las autoridades de la ciudad, comenzó a organizar asambleas en un barrio “abandonado” como proyecto piloto para “revitalizar” la zona, con la explícita intención de atraer a lxs ciudadanxs desafectxs al diálogo con el gobierno. Durante la revolución ucraniana de 2014, los partidos fascistas Svoboda y Right Sector cobraron protagonismo en las protestas democráticas basadas en el modelo Occupy.
Si queremos fomentar la inclusión y la autodeterminación, no basta con propagar la retórica y los procedimientos de la democracia participativa39. Necesitamos difundir un marco que se oponga al mismo estado y a otras formas de poder jerárquico en si mismxs.
Incluso las estrategias explícitamente revolucionarias pueden convertirse, en nombre de la democracia, en una ventaja para los poderes mundiales. Desde 2014, en Venezuela, Macedonia, Brasil y otros lugares, hemos visto cómo lxs actores del estado y los intereses creados canalizan el genuino descontento popular hacia falsos movimientos sociales con la intención de acortar el ciclo electoral. Por lo general, el objetivo es forzar la dimisión del partido en el poder para sustituirlo por un gobierno más “democrático”—es decir, un gobierno más favorable a los objetivos de Estados Unidos o la UE. Estos movimientos suelen centrarse en la “corrupción”, dando a entender que el sistema funcionaría bien sólo con que las personas adecuadas estuvieran en el poder. Cuando salgamos a la calle, en lugar de arriesgarnos a ser lxs incautxs que sirven a alguna iniciativa de política exterior, no debemos movilizarnos contra ningún gobierno en particular, sino contra el gobierno per se.
cdn.crimethinc.com/assets/features/democracy/images/manipulare1370.gif
La revolución egipcia ilustra dramáticamente el callejón sin salida de la revolución democrática. Después de que cientos de personas dieran su vida para derrocar al dictador Hosni Mubarak e instaurar la democracia, las elecciones populares llevaron al poder a otro autócrata personificado en la figura de Mohamed Morsi. Un año después, en 2013, nada había mejorado, y el pueblo que había iniciado la revolución salió a la calle, una vez más, para rechazar los resultados de la democracia, obligando a lxs militares egipcixs a destituir a Morsi. Hoy en día, lxs militares siguen siendo lxs gobernantes de facto de Egipto, y continúa la misma opresión e injusticia que inspiró dos revoluciones. Las opciones que representan lxs militares, Morsi y el pueblo en revuelta son las mismas que Lincoln describió en su discurso inaugural: tiranía, gobierno de la mayoría y anarquía.
Aquí, en el límite más lejano de la lucha contra la pobreza y la opresión, siempre nos encontramos con el propio estado. Mientras nos sometamos a ser gobernadxs, el estado oscilará, según sea necesario, entre el gobierno de la mayoría y la tiranía—dos expresiones del mismo principio básico. El estado puede adoptar muchas formas; como la vegetación, puede morir y luego volver a crecer desde la raíz. Puede adoptar la forma de una monarquía o de una democracia parlamentaria, de una dictadura revolucionaria o de un consejo provisional; cuando las autoridades han huido y lxs militares se han amotinado, el estado puede aún perdurar, en una asamblea general aparentemente horizontal, como un germen llevado por lxs partidarixs del orden y del protocolo. Todas estas formas, por muy democráticas que sean, pueden reconstituirse en un régimen capaz de aplastar la libertad y la autodeterminación.
La única forma segura de evitar la cooptación, la manipulación y el oportunismo es negarse a legitimar cualquier forma de gobierno. Cuando la gente resuelve sus problemas y satisface sus necesidades directamente a través de estructuras flexibles, horizontales y descentralizadas, no hay líderes a lxs que corromper, ni estructuras formales que osificar, ni un proceso único que secuestrar. Si se eliminan las concentraciones de poder, lxs que desean hacerse con él no podrán comprar la sociedad. Un pueblo ingobernable puede tener que defenderse de posibles tiranxs, pero nunca pondrá su propia fuerza al servicio del primer tiranx que quiera gobernar.
Hacia la Libertad: Puntos de Partida
“El anarquismo no representa la forma más radical de democracia, sino un paradigma totalmente diferente de acción colectiva.”
-Uri Gordon, ¡Anarquía Viva!
La defensa clásica de la democracia es que es la peor forma de gobierno—a excepción de todas las demás.40 Pero si el propio gobierno es el problema, tenemos que volver a comenzar de cero.
Reimaginar la humanidad sin gobierno es un proyecto ambicioso. La mayoría de los modelos de relaciones sin estado que nos sostuvieron durante nuestros primeros doscientos mil años han sido borrados de la faz de la tierra, y dos siglos de teoría anarquista sólo han conseguido arañar la superficie. Por ahora, sugeriremos algunos valores básicos que podrían guiarnos más allá de la democracia, y algunas propuestas generales sobre cómo entender lo que podríamos hacer en lugar de gobernar. La mayor parte del trabajo está por hacer.
Horizontalidad, descentralización, autonomía, anarquía
Si se examina, la democracia no está a la altura de los valores que inicialmente nos atrajeron de ella: igualitarismo, inclusión, autodeterminación. Para hacer realidad estos valores, debemos añadir junto a ellos la horizontalidad, la descentralización y la autonomía como contrapartidas indispensables.
Como aspiración política, la horizontalidad ha ganado mucha actualidad desde finales del siglo XX. Comenzando con el levantamiento zapatista en Chiapas en 1994 y ganando impulso a través del movimiento mundial antiglobalización, una serie de movimientos sociales de base, ostensiblemente horizontales, promovieron la organización no jerárquica. El lema “Que se vayan todxs”, popularizado durante la rebelión de 2001 en Argentina, expresa adecuadamente la desilusión generalizada con lxs políticxs, los partidos y lxs líderes/as de todo tipo. Hoy en día, la idea de las estructuras sin líderes se ha extendido incluso al mundo empresarial.41
Pero la descentralización es tan importante como la horizontalidad, si no queremos quedar atrapadxs en una tiranía de lxs iguales, en la que todo el mundo tiene que estar de acuerdo en algo para que alguien pueda hacerlo. En lugar de un único proceso por el que debe pasar toda la agencia, la descentralización significa disponer de múltiples centros de toma de decisiones y múltiples formas de legitimidad. De este modo, cuando el poder se distribuye de forma desigual en un contexto, se puede contrarrestar en otro. La descentralización significa preservar la diferencia—la diversidad estratégica e ideológica es una fuente de fuerza para los movimientos y las comunidades, al igual que lo es la biodiversidad en la naturaleza. No debemos reducir nuestra política al mínimo común denominador ni segregarnos en grupos homogéneos únicamente en función de la afinidad.
La descentralización implica autonomía—la capacidad de actuar libremente por iniciativa propia. La autonomía puede aplicarse a cualquier nivel de la escala—una sola persona, un barrio, un movimiento, una región entera. Para ser libre, es necesario controlar el entorno inmediato y los detalles de la vida cotidiana; cuanto más autosuficiente sea uno, más segura será su autonomía. Esto no tiene por qué significar la satisfacción de todas tus necesidades de forma independiente; también podría significar el tipo de interdependencia que te permite influir en las personas de las que dependes. Ninguna institución debería poder monopolizar el acceso a los recursos o a las relaciones sociales. Una sociedad que promueve la autonomía requiere lo que un ingeniero llamaría redundancia: una amplia gama de opciones y posibilidades en todos los aspectos de la vida.
Sin embargo, si queremos fomentar la libertad, no basta con afirmar la autonomía.42 Un estado-nación o un partido político pueden afirmar su autonomía; también lxs nacionalistas y lxs racistas. El hecho de que una persona o un grupo sean autónomxs nos dice poco sobre si las relaciones que cultivan con lxs demás son igualitarias o jerárquicas, inclusivas o exclusivas. Si queremos maximizar la autonomía de todxs, en lugar de buscarla simplemente para nosotrxs mismxs, tenemos que crear un contexto social en el que nadie pueda acumular poder institucional sobre lxs demás. Tenemos que crear una anarquía.
“Nos dijo que nunca debíamos dejarnos tentar por cualquier consideración que reconociera la existencia de leyes e instituciones como de pleno derecho, si nuestra conciencia y nuestra razón las condenaban. Nos aconsejó que no diéramos importancia a si una mayoría, por muy grande que fuera, se oponía a nuestros principios y opiniones; las mayorías más amplias a veces eran sólo turbas organizadas.”
-August Bondi, escribiendo sobre John Brown
Desmitificando Instituciones
Para decirlo una vez más: las instituciones existen para servirnos, no al revés. No tienen ningún derecho inherente que les permita reclamar nuestra obediencia. Nunca debemos otorgarles más legitimidad que a nuestras propias necesidades y deseos. Cuando nuestros deseos entran en conflicto con los de otrxs, podemos ver si un proceso institucional puede aportar una solución que satisfaga a todxs; pero en cuanto concedemos a una institución el derecho a decidir sobre nuestros conflictos o dictar nuestras decisiones, hemos renunciado a nuestra libertad.
No se trata de una crítica a un modelo organizativo concreto, ni de un argumento a favor de las estructuras “informales” frente a las “formales”. Esta visión exige, más bien, que tratemos todos los modelos como provisionales—que los reevaluemos y reinventemos sin cesar. Donde Thomas Paine quería entronizar la ley como rey, donde Rousseau teorizó el contrato social y lxs más recientes entusiastas del capitalismo über alles sueñan con una sociedad basada únicamente en contratos, nosotrxs replicamos que cuando las relaciones responden realmente a los intereses de todxs lxs participantes, no son necesarias las leyes ni los contratos.
Asimismo, este no es un argumento a favor del mero individualismo, ni de tratar las relaciones como prescindibles, ni de organizarse sólo con quienes comparten nuestras preferencias. En un mundo abarrotado e interdependiente, no podemos permitirnos el lujo de negarnos a coexistir o coordinarnos con lxs demás. La cuestión es simplemente que no debemos tratar de legislar las relaciones.
En lugar de remitirnos a un plan o protocolo concreto, podemos evaluar las instituciones de forma continua: ¿Recompensan la cooperación—o la disputa? ¿Distribuyen la capacidad de acción—o crean cuellos de botella de poder? ¿Ofrecen a cada participante la oportunidad de desarrollar su potencial en sus propios términos—o imponen imperativos externos? ¿Facilitan la resolución de conflictos en términos mutuamente aceptables—o castigan a todxs lxs que incumplen un sistema codificado?
Creando Espacios de Encuentro
En lugar de centros formales de toma de decisiones centralizadas, proponemos la diversidad de espacios de encuentro donde las personas puedan abrirse a la influencia de lxs demás y encontrarse con otrxs que compartan sus prioridades. Encuentro significa transformación mutua: establecer puntos de referencia comunes, preocupaciones comunes. El espacio de encuentro no es un órgano representativo investido de autoridad que puede tomar decisiones por lxs demás, ni un órgano de gobierno que emplea la regla de la mayoría o el consenso. Es una oportunidad para que las personas experimenten, actuando en diferentes modelos, de forma voluntaria.
El consejo de portavoces, que precedió a las manifestaciones contra la cumbre del Área de Libre Comercio de las Américas de 2001 en la ciudad de Quebec, fue un clásico espacio de encuentro. Esta reunión congregó a un amplio abanico de grupos autónomos que habían confluido desde todo el mundo para protestar contra el ALCA. En lugar de intentar tomar decisiones vinculantes como grupo, lxs participantes presentaron las diferentes iniciativas que sus grupos habían preparado y se propusieron coordinarlas para conseguir, siempre que fuera posible, el beneficio mutuo. Gran parte de la toma de decisiones se produjo después en debates informales entre grupos. De este modo, miles de personas pudieron sincronizar sus acciones sin depender de un liderazgo central, ni de dar a la policía demasiada información sobre la amplia variedad de planes que se iban a desarrollar. Si el consejo de portavoces hubiera empleado un modelo organizativo destinado a conseguir la unidad y la centralización, lxs participantes podrían haber pasado toda la noche discutiendo infructuosamente sobre los objetivos que debían acometer, la estrategia a seguir y las tácticas a permitir.
La mayoría de los movimientos sociales de las dos últimas décadas han sido modelos híbridos que yuxtaponen espacios de encuentro con alguna forma de democracia. En Occupy, por ejemplo, los campamentos sirvieron como espacios de encuentro abiertos, mientras que las asambleas generales tenían la intención formal de funcionar como órganos de decisión de democracia directa. La mayoría de estos movimientos consiguieron sus mayores logros porque los encuentros que organizaron facilitaron la acción autónoma, no porque centralizaran la actividad del grupo a través de la democracia directa.43 Si abordamos el encuentro como la fuerza motriz de estos movimientos, en lugar de como una materia prima que debe ser moldeada a través del proceso democrático, podría ayudarnos a priorizar lo que hacemos mejor.
Lxs anarquistas, frustradxs por las contradicciones del discurso democrático, se han replegado a veces para organizarse sólo según la afinidad preexistente. Sin embargo, la segregación genera estancamiento y desorden. Es mejor organizarse a partir de nuestras condiciones y necesidades para entrar en contacto con todxs aquellxs que las compartan. Sólo cuando nos entendemos como nodos dentro de colectivos dinámicos, en lugar de entidades aisladas con intereses estáticos, podemos dar sentido a las rápidas transformaciones que la gente experimenta en el curso de experiencias como el movimiento Occupy—y al tremendo poder del encuentro para transformarnos si nos abrimos a él.
Cultivando la Colectividad, Preservando la Diferencia
Si ninguna institución, contrato o ley puede dictar nuestras decisiones, ¿cómo podemos acordar las responsabilidades que tenemos unxs con otrxs?
Una propuesta es distinguir entre grupos “cerrados”, en los que lxs participantes se comprometen a responder ante lxs demás por sus acciones, y grupos “abiertos” que no necesitan llegar a un consenso.44 Pero esto plantea la pregunta: ¿cómo trazamos una línea entre ambos? Si somos responsables ante nuestrxs compañerxs en un grupo cerrado sólo hasta que decidimos abandonarlo, y podemos dejarlo en cualquier momento, eso no difiere mucho de participar en un grupo abierto. Por otro lado, todxs participamos, nos guste o no, en un grupo cerrado que comparte un único espacio ineludible: la tierra. Así que, no se trata de distinguir los espacios en los que debemos rendir cuentas a lxs demás de los espacios en los que podemos actuar libremente. La cuestión es cómo fomentar tanto la responsabilidad como la autonomía en todos los niveles de la escala.
Para ello, podemos proponernos crear, en cada nivel de la sociedad, colectividades que sean mutuamente satisfactorias—espacios en los que las personas se sientan identificadas las unas con las otras y tengan motivos para hacer el bien a lxs demás. Estas colectividades pueden adoptar muchas formas, desde cooperativas de viviendas y asambleas de vecinxs, hasta redes internacionales. Al mismo tiempo, reconocemos que tendremos que reconfigurarlas continuamente según el grado de intimidad e interdependencia que resulte beneficioso para lxs participantes. Cuando una configuración deba cambiar, esto no tendrá por qué ser un signo de fracaso: al contrario, demuestra que lxs participantes no están compitiendo por la hegemonía.
En lugar de tratar la toma de decisiones en grupo como una búsqueda de la unanimidad, podemos enfocarla como un espacio para que surjan diferencias, se desarrollen conflictos y se produzcan transformaciones a medida que las diferentes constelaciones sociales convergen y divergen. Estar en desacuerdo y disociarse puede ser tan deseable como llegar a un acuerdo, siempre que se produzcan por las razones adecuadas; las ventajas inherentes a organizarse en grupos mayores deberían ser suficientes para disuadir a la gente de dividirse gratuitamente. Aprender a separarse con elegancia debería permitirnos evitar cismas innecesariamente enconados, preservando la posibilidad de que lxs que se separan puedan volver a unirse más adelante. Nuestras instituciones deben ayudarnos a identificar y comprender nuestras diferencias, no a suprimirlas o sumergirlas.
Algunxs testigos que regresan de las regiones autónomas de Rojava nos cuentan que, cuando en una asamblea no se puede llegar a un consenso, esta se divide en dos órganos, repartiendo sus recursos entre ellos. Si esto es cierto, ofrece un modelo de asociación voluntaria que mejora la procustiana unidad de la democracia.
Resolviendo Conflictos
A veces, dividirse en grupos separados no es suficiente para resolver los conflictos. Para prescindir de la coerción centralizada, hay que idear nuevas formas de abordar los conflictos. Los conflictos entre quienes se oponen al estado son uno de los principales activos que preservan la supremacía del modelo de estado.45 Si queremos crear espacios de libertad, no debemos dividirnos hasta el punto de no poder defender esos espacios, y no debemos resolver los conflictos de forma que se creen nuevos desequilibrios de poder.
Una de las funciones más básicas de la democracia es ofrecer una manera de terminar con las disputas. Las votaciones, los tribunales y la policía sirven para decidir sobre los conflictos sin, necesariamente, resolverlos; para abordar las diferencias, el estado de derecho impone, de manera efectiva, el modelo del ganador se lleva todo. Al centralizar la fuerza, un estado fuerte es capaz de obligar a las partes enfrentadas a suspender las hostilidades, incluso en términos inaceptables para ambas partes. Esto permite a un gobierno suprimir las formas de lucha que interfieren con su control, como la guerra de clases, al tiempo que fomenta formas de conflicto que socavan la resistencia horizontal y autónoma, como la guerra de bandas. No podemos entender la violencia religiosa y étnica de nuestro tiempo sin tener en cuenta las formas en que las estructuras del estado la provocan y exacerban.
Conceder a las instituciones una legitimidad inherente, nos ofrece una excusa para no resolver los conflictos, confiando, en cambio, en la intercesión del estado. Nos ofrece una coartada para terminar las disputas por la fuerza y para excluir a lxs que estructuralmente están más desfavorecidxs. En lugar de tomar la iniciativa para resolver las cosas directamente, acabamos compitiendo por el poder.
Si no reconocemos la autoridad del estado, no tenemos esa excusa: debemos encontrar soluciones mutuamente satisfactorias o, de lo contrario, sufrir las consecuencias de los continuos enfrentamientos. Esto es un incentivo para tomar en serio las necesidades y percepciones de todas las partes, para desarrollar habilidades con las que minimizar tensiones y reconciliar a lxs rivales. No es necesario que todo el mundo esté de acuerdo, pero tenemos que encontrar formas de discrepar que no produzcan jerarquías, opresión o antagonismo inútil. El primer paso en este camino es eliminar los incentivos que ofrece el estado para no resolver los conflictos.
Por desgracia, muchos de los modelos de resolución de conflictos que en su día sirvieron a las comunidades humanas se han perdido, sustituidos a la fuerza por los sistemas judiciales de las antiguas Atenas y Roma. Podemos buscar en los modelos experimentales de justicia transformadora un atisbo de las alternativas que tenemos que desarrollar.
Negándonos a ser Gobernadxs
Imaginando lo que podría ser una sociedad horizontal y descentralizada, podemos imaginar redes superpuestas de colectivos y asambleas en las que las personas se organizan para satisfacer sus necesidades diarias—alimentación, vivienda, atención médica, trabajo, ocio, discusión, compañerismo. Al ser interdependientes, tendrían buenas razones para resolver las disputas de forma amistosa, pero nadie podría obligar a lxs demás a permanecer en un acuerdo insalubre o insatisfactorio. En respuesta a las amenazas, se movilizarían ad hoc en formaciones más amplias, aprovechando las conexiones con otras comunidades de todo el mundo.
De hecho, a lo largo de la historia de la humanidad, muchas sociedades sin estado se han parecido a esto. Hoy en día, modelos como éste siguen apareciendo en las intersecciones de las tradiciones indígenas, feministas y anarquistas.46
Esto nos lleva a nuestro punto de partida: la actual Atenas, Grecia. En la ciudad que vio nacer la democracia, miles de personas se organizan ahora, bajo banderas anarquistas, en redes horizontales y descentralizadas. En lugar de la exclusividad de la antigua ciudadanía ateniense, sus estructuras son amplias y abiertas; acogen a lxs migrantes que huyen de la guerra en Siria, pues saben que su experimento de libertad debe crecer o perecer. En lugar del aparato coercitivo del gobierno, buscan mantener una distribución descentralizada del poder reforzada por un compromiso colectivo de solidaridad. En lugar de unirse para imponer el gobierno de la mayoría, cooperan para impedir la posibilidad de gobernar.
No se trata de una forma de vida anticuada, sino del final de un largo error.
“El principio de que la mayoría tiene derecho a gobernar a la minoría, prácticamente convierte a todo gobierno en una mera contienda entre dos grupos de hombres, sobre cuál de ellos debe ser el amo y cuál debe ser el esclavo; una contienda que—aunque sangrienta— no puede, en la naturaleza de las cosas, cerrarse definitivamente, mientras un hombre se resista a ser esclavo.”
-Lysander Spooner, Sin traición.
Asambleas anarquistas en el siglo 21. Atenas, Grecia.
De la Democracia a la Libertad
Volvamos al punto álgido de las revueltas. Miles de personas inundan las calles, encontrándose en nuevas formaciones que ofrecen una sensación de acción desconocida y estimulante. De repente, todo se entrecruza: palabras y hechos, ideas y sensaciones, historias personales y acontecimientos mundiales. Certeza—por fin, nos sentimos en casa—e incertidumbre: por fin, un horizonte abierto. Juntxs, nos descubrimos capaces de cosas que nunca habíamos imaginado.
Lo hermoso de estos momentos trasciende cualquier sistema político. Los conflictos son tan esenciales como los destellos de un consenso inesperado. No es el funcionamiento de la democracia, sino la experiencia de la libertad—de tomar colectivamente nuestros destinos en nuestras manos. Ningún conjunto de procedimientos podría institucionalizarlo. Es un premio que debemos arrancar de las fauces de la costumbre y de la historia una y otra vez.
La próxima vez que se abra una ventana de oportunidad y tengamos la posibilidad de rehacer nuestras vidas y nuestro mundo, en lugar de reinventar una vez más la “democracia real”, pongamos la mira en la libertad, la libertad misma.
-
Por ejemplo, Cindy Milstein, en Democracy Is Direct: “La democracia directa… está completamente en desacuerdo con el estado y el capitalismo.” ↩
-
Algunxs sostienen que, etimológicamente, dêmos nunca significó toda la gente, sino sólo determinadas clases sociales. Véase, por ejemplo, Contra la Democracia, publicado en España por la Coordinadora de Grupos Anarquistas. ↩
-
Véase Sarah Song, “The Boundary Problem in Democratic Theory: Why the Demos Should Be Bounded by the State.” ↩
-
Traducción hecha al inglés por Thomas Medwin ↩
-
http://www.ait.org.tw/infousa/zhtw/DOCS/whatsdem/whatdm4.htm, portal creado y mantenido por la Oficina de Programas de Información Internacional del Departamento de Estado de Estados Unidos. ↩
-
Véase Walter E. Williams, “Democracia o Republica.” ↩
-
“Sólo soy libre cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. Lejos de limitar o negar mi libertad, la libertad de los demás es su condición necesaria y su confirmación. — Mikhail Bakunin ↩
-
“Tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre y de ser pueblo.” – Jean-Jacques Rousseau, El Contrato Social. ↩
-
Los movimientos que hacen hincapié en la presencia física en el espacio público, como Occupy Wall Street, comparten esta prioridad con nazis como Carl Schmitt, principal jurista del régimen de Hitler en Alemania. Se trata de la forma más antigua de democracia—espartana y no ateniense—, en la que las masas legitiman un movimiento o partido gobernante como representativo al aclamarlo en persona, en lugar de hacerlo mediante elecciones. ↩
-
En “Vigilar y Castigar” y otras obras, Foucault presenta un argumento convincente en este sentido, subrayando cómo las personas de todos los niveles de la sociedad contribuyen a perpetuar las jerarquías. ↩
-
Por ejemplo, en “La dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y el campesinado”. Dos generaciones más tarde, a lxs niñxs que crecieron en la URSS se les enseñó que el mundo estaba dividido en dos zonas: los países democráticos (los que estaban bajo el dominio o la influencia soviética) y los países imperialistas (en la esfera de influencia de EE.UU). ↩
-
“Sólo el pueblo goza del derecho electoral, y no los reaccionarios. La combinación de estos dos aspectos, democracia para el pueblo y dictadura para los reaccionarios, constituye la dictadura democrática popular.” - Mao Tse-tung, “Sobre la Dictadura Democrática Popular” ↩
-
Véase, por ejemplo, “Shouts, Murmurs, and Votes: Acclamation and Aggregation in Ancient Greece”, de Melissa Schwartzberg. ↩
-
Véase “Remarks by the President on Egypt”, 11 de febrero de 2011. Se podría objetar que las revoluciones estadounidense, francesa y egipcia se consideran “democráticas” no porque representaran la elección por parte del pueblo de una nueva forma de gobierno, sino porque establecieron las condiciones para que las elecciones se llevaran a cabo adecuadamente. Sin embargo, seguimos teniendo la costumbre de considerar que estas revoluciones representan de alguna manera “la voluntad del pueblo”; si no, ¿de dónde viene la legitimidad de los procesos electorales que instituyeron? ↩
-
En la antigua Atenas, las asambleas y los juicios tenían lugar en el ágora, un mercado rodeado de templos que también albergaba el mercado de esclavxs. Aquí vemos el embrión de todos los pilares de nuestra sociedad—economía, iglesia, estado y pueblo—y la desigualdad y la exclusión que les son intrínsecas. Podemos entender el ágora como una zona unificada de competencia, en la que cuatro monedas intercambiables delimitan desequilibrios graduados de poder. La asamblea ateniense era conocida como la Ekklēsia, la misma palabra que más tarde aludiría a la Iglesia cristiana en su conjunto—dos formas históricamente interconectadas de definir el cuerpo social que cuenta como “el pueblo”. ↩
-
Para más información sobre este tema, consulta Contract and Contagion: From Biopolitics to Oikonomia de Angela Mitropoulos’s ↩
-
En este contexto, argumentar que “lo personal es político” constituye un rechazo feminista a la dicotomía entre oikos y polis. Pero si este argumento se entiende como que lo personal, también, debería estar sujeto a la toma de decisiones democrática, sólo extiende la lógica del gobierno a otros aspectos de la vida. La verdadera alternativa es afianzar múltiples centros de poder, argumentando que la legitimidad no debería limitarse a un solo espacio, para que las decisiones adoptadas en el hogar no estén subordinadas a las tomadas en los espacios de la política formal. ↩
-
Cf. Frank B. Wilderson, III, “The Prison Slave as Hegemony’s (Silent) Scandal.” ↩
-
Parte de esta confusión se debe a que Graeber simplemente equipara la democracia con “procesos de toma de decisiones igualitarios”, como hace en su ensayo “Nunca ha existido Occidente”. Graeber reconoce de pasada que la tradición que se remonta a Grecia se distingue, de los otros ejemplos de toma de decisiones igualitarias que cita, por la centralidad del voto, pero no profundiza en esta diferencia. En consecuencia, llega a una paradoja: “Durante los últimos doscientos años los demócratas han estado intentando dibujar ideales de auto-gobierno popular dentro del aparato coercitivo del estado. Al final, el proyecto es simplemente imposible. Los estados no pueden, por naturaleza, estar verdaderamente democratizados”. Pero la antigua Atenas también era un estado, y no menos fundamentalmente coercitivo que las democracias de hoy en día. El problema no es que, como sostiene Graeber, “El estado democrático ha sido siempre una contradicción”, sino que Graeber no ha resuelto las contradicciones de su propia taxonomía política. ↩
-
Esta es una paradoja fundamental de los gobiernos democráticos: surgidos del crimen, santifican la ley—legitimando un nuevo orden gobernante como continuación y culminación de una revuelta. ↩
-
“La verdadera libertad es la obediencia a la ley”, se puede leer en el memorial a los soldados que reprimieron la Rebelión de Shay. ↩
-
El capitalista “libertario” afirma que las actividades del gobierno más democrático interfieren con el funcionamiento puro del mercado libre, mientras que el partidario de la democracia pura puede estar seguro de que mientras haya desigualdades económicas, lxs ricxs siempre ejercerán una influencia desproporcionada, incluso en el proceso democrático más cuidadosamente construido. De hecho, tanto el capitalista libertario como el demócrata puro persiguen quimeras, ya que el gobierno y la economía son inseparables. El mercado se apoya en el estado para hacer valer los derechos de propiedad, mientras que, en el fondo, la democracia es un medio para transferir, amalgamar e invertir el poder político: es un mercado para la propia agencia. ↩
-
En junio de 2016, Gran Bretaña votó en un referéndum a favor de la salir de la Unión Europea. Aclamado por lxs nacionalistas como un triunfo de la democracia directa, este hecho inspiró a los partidos de extrema derecha de Países Bajos y Alemania a añadir referéndums periódicos a sus plataformas de partido. ↩
-
La objeción de que las democracias que gobiernan el mundo en la actualidad no son verdaderas democracias es una variante de la clásica falacia “No true Scotsman”. Si, al investigar, resulta que ni una sola de las democracias existentes está a la altura de lo que se entiende como democracia, es posible que se necesite una expresión diferente para lo que se intenta describir. Pasa como con lxs comunistas que, ante todos los regímenes comunistas represivos del siglo XX, protestan porque ni uno solo de ellos era propiamente comunista. Cuando una idea es tan difícil de poner en práctica que, cientos de millones de personas, equipadas con una parte considerable de los recursos de la humanidad y haciendo todo lo posible a lo largo de un período de siglos, no pueden producir un solo modelo que funcione, es hora de comenzar desde cero. Demos a lxs anarquistas una décima parte de las oportunidades que han tenido lxs marxistas y lxs demócratas, y entonces podremos hablar de si la anarquía funciona. ↩
-
Sin instituciones formales, las organizaciones democráticas suelen imponer sus decisiones deslegitimando las acciones iniciadas fuera de sus estructuras y fomentando el uso de la fuerza contra ellas. De ahí la clásica escena en la que lxs que dirigen las protestas atacan a lxs manifestantes por hacer algo que no se acordó de antemano mediante un proceso democrático centralizado. ↩
-
Véase “Thoughts on Libertarian Municipalism” de Bookchin, en el número #41 de Left Green Perspectives, Enero de 2000. ↩
-
En teoría, las categorías que se definen por exclusión, como la ciudadanía, se rompen cuando las ampliamos para incluir a todo el mundo. Pero si queremos romperlas, ¿por qué no rechazarlas de plano, en lugar de prometerlo mientras las legitimamos? Cuando utilizamos la palabra ciudadanía para describir algo deseable, eso no puede sino reforzar la legitimidad de esa institución tal y como existe hoy en día. ↩
-
De hecho, el término inglés “police” deriva de polis por medio del antiguo término griego usado para ciudadano. ↩
-
Véase el argumento de Kant, en Der Streit der Fakultäten, de que una república es “violencia con libertad y ley”, mientras que la anarquía es “libertad y ley sin violencia”—la ley se convierte en una mera recomendación que no se puede imponer. ↩
-
Véase, por ejemplo, el segundo capítulo de African American Politics, de Kendra A. King. ↩
-
Por ejemplo, en la crítica de Bakunin a la teoría marxista del estado en Dios y el Estado. ↩
-
Hasta aquí, al menos, podemos estar de acuerdo con Booker T. Washington cuando dijo: “El experimento de la Reconstrucción en materia de democracia racial fracasó porque comenzó por el extremo equivocado, haciendo hincapié en los medios políticos y los actos de derechos civiles en lugar de los medios económicos y la autodeterminación”. ↩
-
Véase, por ejemplo, “Feminist Social Epistemology” de Heidi Grasswick en The Stanford Encyclopedia of Philosophy (edición de primavera de 2013) ↩
-
Por ejemplo, el 1 de junio de 1857, miembros de los Plug Uglies de Baltimore y de otras bandas callejeras que apoyaban al Know-Nothing Party atacaron a posibles votantes en los colegios electorales de Washington DC. Los enfrentamientos continuaron hasta que se enviaron dos compañías de marines para controlarlxs, dejando seis muertos y decenas de heridxs. ↩
-
En Networks and Netwars: The Future of Terror, Crime, and Militancy, publicado por John Arquilla y David Ronfeldt ↩
-
Véase “Address on Colonization to a Deputation of Negroes” en el quinto volumen de Collected Works de Lincoln. ↩
-
Véase, por ejemplo, El fantasma del rey Leopoldo: Una Historia de Codicia, Terror y Heroísmo en el África colonial, de Adam Hochschild. ↩
-
A finales de mayo de 1968, por ejemplo, el anuncio de la celebración de elecciones anticipadas acabó con la ola de huelgas y salvajes okupaciones que se habían extendido por toda Francia; el espectáculo de la mayoría de lxs ciudadanxs francesxs votando por el partido del Presidente de Gaulle fue suficiente para disipar toda esperanza de revolución. Esto ilustra cómo las elecciones sirven como un espectáculo que representa a lxs ciudadanxs como participantes voluntarixs en el orden imperante. ↩
-
Ante las crisis económicas y la desilusión generalizada con la política representativa, vemos que, para apaciguar al pueblo, los gobiernos ofrecen una participación más directa en la toma de decisiones. Al igual que las dictaduras de Grecia, España y Chile se vieron obligadas a hacer la transición a la democracia para neutralizar los movimientos de protesta, el estado está facilitando que surjan nuevos roles para aquellxs que, de otro modo, podrían liderar la oposición contra él. Si somos directamente responsables de que el sistema político funcione, nos culparemos a nosotrxs mismxs cuando falle—y no al propio formato. Esto explica nuevos experimentos como los presupuestos “participativos” que los gobiernos locales están aplicando desde Pôrto Alegre hasta Poznań. En la práctica, lxs participantes rara vez tienen influencia sobre lxs funcionarixs municipales; a lo sumo, pueden actuar como consultorxs o votar sobre un mísero 0,1% de los fondos municipales. El verdadero objetivo de los presupuestos participativos y otros programas de este tipo es desviar la atención popular de los fallos del gobierno hacia el proyecto de hacerlo más democrático. ↩
-
Winston Churchill, dirigiéndose a la Cámara de los Comunes el 11 de noviembre de 1947. ↩
-
P.e., www.holacracy.org ↩
-
“Autonomía” se deriva del prefijo del griego antiguo auto-, yo, y nomos, ley—darse a uno mismo su propia ley. Esto sugiere una concepción de la libertad personal en la que un aspecto del yo—por ejemplo, el superego—controla permanentemente a lxs demás aspectos y dicta su comportamiento. Kant definió la autonomía como la autolegislación, en la que el individuo se obliga a sí mismo a cumplir las leyes universales de la moral objetiva en lugar de actuar según sus deseos. Por el contrario, un anarquista podría replicar que debemos nuestra libertad a la interacción espontánea de innumerables fuerzas dentro y entre nosotrxs, no a la capacidad de imponernos un orden único. Cuál de esas concepciones de la libertad adoptemos tendrá repercusiones en todo lo demás, desde cómo imaginamos la libertad a escala planetaria hasta cómo entendemos los movimientos de las partículas subatómicas—véase el excelente ensayo de David Graeber “¿De qué vale si no podemos pasarlo bien? ↩
-
Asimismo, muchas de las decisiones que hicieron que Occupy Oakland tuviera mayor repercusión que otros campamentos Occupy, como la negativa a negociar con el gobierno de la ciudad y la reacción militante al primer desalojo, fueron el resultado de iniciativas autónomas, no de un proceso de consenso. Mientras tanto, algunxs okupas interpretaron el proceso de consenso como una especie de marco legal descentralizado en el que cualquier acción emprendida, por cualquier participante en la okupación, requería el consentimiento de todxs lxs demás participantes. Como recuerda unx de lxs participantes, “una de las primeras veces que la policía intentó entrar en el campamento de Occupy Oakland, fue inmediatamente rodeada e increpada por un grupo de unas veinte personas. Esto no les gustó a algunas personas. El más bocazas de esxs pacifistas se colocó delante de lxs que se enfrentaban a la policía, cruzó los antebrazos formando la X que, en el lenguaje de signos del proceso de consenso, simbolizaba un fuerte desacuerdo, y dijo ‘¡No podéis hacer esto! Os bloqueo”. Para él, el consenso era una herramienta de control horizontal, que otorgaba a cualquiera el derecho a reprimir cualquier acción de lxs demás que le pareciera desagradable”. ↩
-
Se trata de una variante de la antigua oposición entre lo formal y lo informal; hay un matiz de polis y oikos en ella. ↩
-
Testigo de ello son las autodefensas mexicanas, grupos locales que se propusieron defenderse de los cárteles, que son funcionalmente idénticos al gobierno en algunas partes de México. Al principio, lograron abrir zonas autónomas libres de violencia. Pero luego se enfrentaron entre sí—reanudando la misma guerra de bandas que es sello del capitalismo y la política de estado, y que inicialmente había producido la violencia de los cárteles. ↩
-
Véase Jacqueline Lasky, “Indigenism, Anarchism, Feminism: An Emerging Framework for Exploring Post-Imperial Futures” en Affinities: A Journal of Radical Theory, Culture, and Action, Volumen 5, Número 1 (2011) ↩