En el centenario del levantamiento en Georgia contra la anexión soviética, la lucha por la independencia del dominio ruso sigue siendo la principal fuerza que impulsa la movilización popular que ha ido creciendo en los últimos meses. Sin embargo, el movimiento actual apunta a un horizonte que va más allá de la elección entre Europa y Rusia, dos de las potencias imperiales que se disputan la influencia en la región. Expresa una creciente indignación social tanto contra el régimen autoritario local como contra el control de las potencias económicas extranjeras sobre el Cáucaso en general.
Contrariamente al discurso dominante en los medios de comunicación, esta movilización popular no es simplemente una demanda de integración de Georgia en la Unión Europea. Desde la distancia, puede recordar a la revolución Maidan de 2014 en Ucrania, pero para comprender el profundo tumulto que representa esta lucha en particular, tenemos que mirar más de cerca.
Este artículo ha sido elaborado por un antiautoritario georgiano en el exilio en comunicación con colectivos locales de Tiflis, Kutaisi y Zugdidi. Las fotos son cortesía de მაუწყებელი / Mautskebeli. Los propios georgianos se refieren al país con el nombre de Sakartvelo.
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Introducción
Para entender lo que está ocurriendo en las calles de Georgia sin caer en la nostalgia o el romanticismo insurreccional, necesitamos escuchar la expresión de la ira social. Este artículo se dirige a los lectores occidentales, en particular a los de Europa Occidental, donde mucha gente está atrapada en una polarización reduccionista, que presenta el movimiento en Georgia -al igual que otras luchas en el contexto postsoviético, como en Ucrania o Chechenia- como simplemente alineado con los intereses del bloque euroatlántico, omitiendo las apuestas geopolíticas frente al imperialismo ruso y las políticas autoritarias internas.
Otras personas que observan desde la distancia se dejan llevar por una confusa euforia. El repentino estallido de atención mediática -a una escala que aparentemente no merecíamos ni siquiera durante la guerra de 2008- sólo cuenta una parte de la historia, centrándose en la estética insurreccional de las estrellas doradas y las banderas europeas ondeando valientemente frente a los chorros de los cañones de agua.
Para atraer la atención de Occidente se necesita tragedia o espectáculo. Hemos vivido muchas tragedias a lo largo de las últimas décadas. Pero la historia reciente de los territorios postsoviéticos sigue siendo una mancha sombría en el telón de fondo de las guerras y los conflictos, no lo bastante cerca como para atrapar realmente al consumidor mediático, ni lo bastante lejos como para inspirar culpabilidad.
En nuestro país, lo espectacular está más en la montaña que en la calle. Esta vez, sin embargo, las imágenes de manifestantes con fuegos artificiales, las escenas de enfrentamiento directo con la policía, los rostros cubiertos de sangre, han surtido efecto, tanto en los medios corporativos como en los insurrectos.
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La cadena francesa de noticias BFMTV informa de los disturbios en directo desde la avenida Rustaveli de Tiflis, mientras el Primer Ministro georgiano, Irakli Kobakhidze, emplea un discurso que ya habíamos oído en la misma cadena durante el movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia, hablando de «alborotadores violentos» y «asaltantes de las fuerzas del orden». Los políticos europeos expresan su conmoción por la violencia policial y denuncian el uso desproporcionado del aparato represivo, mientras que el partido gobernante en Georgia, Sueño Georgiano, difunde escenas de cargas policiales y redadas en manifestaciones en Europa en su propia propaganda antioccidental.
Entonces, ¿por qué tanta atención ahora? ¿Qué intereses geopolíticos y económicos subyacen a estos acontecimientos? Vemos fuerzas prooccidentales y pro-rusas, un régimen autoritario local que se codea con los BRICS (la alianza transnacional en la que participan Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y la extrema derecha euroatlántica, un progresismo neoliberal que emplea métodos asesinos. Pero, ¿cuál es la propia lucha de la población georgiana, cuáles son las razones de su enfado con el gobierno y sus políticas cada vez más autoritarias?
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Para una comprensión más profunda que la que puede extraerse de las imágenes que llegan a Europa Occidental, necesitamos situar los acontecimientos en su contexto local inmediato y, al mismo tiempo, enmarcarlos en el periodo postsoviético en general.
Un movimiento nacional de protesta en el contexto del autoritarismo local
Aunque los y las manifestantes han salido a la calle durante toda la semana pasada y están cobrando fuerza en varias ciudades, forman parte de un movimiento social que comenzó la primavera pasada contra la ley de «agentes extranjeros».
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En este contexto, las elecciones parlamentarias fueron claramente amañadas para mantener en el poder al partido gobernante: Sueño Georgiano, dirigido por el oligarca Bidzina Ivanishvili.
Incluso antes de la declaración del Primer Ministro suspendiendo las discusiones sobre la integración de Georgia en la Unión Europea hasta 2028, la gente estaba organizando manifestaciones para impugnar los resultados electorales y pedir nuevas elecciones. La policía dispersó violentamente esas manifestaciones, agrediendo y deteniendo brutalmente a la gente; los y las manifestantes se enfrentaron a agresores no uniformados junto a la policía, así como a encarcelamientos y otras formas de represión legal. Sin embargo, las huelgas, las dimisiones de la burocracia estatal y las movilizaciones estudiantiles en las escuelas regionales no han hecho más que ganar impulso, yendo más allá de la cuestión de las elecciones. La gente ha ocupado la radiotelevisión pública georgiana, First Channel. En estas protestas participan colectivos ya existentes, como residentes de regiones periféricas que ya se resistían a proyectos destructivos para el medio ambiente, movimientos estudiantiles que luchan por el acceso a la vivienda, colectivos queer y feministas y personas que se movilizan contra los desahucios.
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Hoy, la amenaza del autoritarismo se cierne sobre todos, anunciando el establecimiento del estado de emergencia y el toque de queda para sofocar la posibilidad de protesta, así como la reforma de la burocracia estatal, una maniobra destinada a infligir despidos masivos de opositores y de cualquiera que se considere crítico con el régimen.
Al mismo tiempo, se intensifica la represión policial: cientos de personas han sido detenidas, entre ellas menores y jóvenes adultas; la policía ha enviado a muchas personas al hospital, dejando a un joven en cuidados intensivos, al tiempo que realiza registros masivos y golpea y humilla a la gente en las calles. Los agentes de la policía antidisturbios que intentan dimitir son reprimidos a su vez por sus colegas, como reveló un agente que abandonó el país. Desde hace varias noches, son los «zonderebi», los «titushkebi» -los «hombres fuertes» armados y vestidos de civil empleados para el «trabajo sucio»- quienes merodean por las calles para brutalizar a manifestantes y periodistas. El gobierno también ha anunciado una reforma de la policía, facilitando el acceso a los servicios sin pasar por oposiciones, con el fin de acelerar el reclutamiento de nuevos efectivos para lograr la capacidad de sofocar un movimiento que ahora adquiere proporciones nacionales.
Si el partido Sueño Georgiano llegó al poder en 2012 oponiéndose al gobierno neoliberal de Mikheil Saakashvili y a su sangriento Estado policial, desde entonces ha pasado a representar al mismo sistema policial. Utiliza la violencia policial y judicial de forma tripartita: represión callejera a la francesa (armas antidisturbios, kettling, palizas y similares), represión judicial a la rusa (detenciones y penas de cárcel para activistas y opositores) y violencia mafiosa (palizas de los «matones», violencia dirigida contra las personas en sus domicilios, amenazas a parientes y familiares) que recuerda los métodos del régimen de Mijaíl Saakashvili, que dejó el poder en 2013.
Imágenes de personas heridas durante las manifestaciones.
La rabia generalizada contra los «Kotsi» y los «Natsi» -términos despectivos que designan respectivamente al partido en el poder y a la oposición, el Movimiento Nacional Unido (MNU), así como a sus aliados- queda patente en la diatriba de insultos lanzados contra ambos bandos durante las concentraciones. Hay demasiada rabia como para utilizar una retórica refinada; los insultos vuelan en arrebatos en televisión y durante los discursos públicos. Por la misma razón, los políticos del UNM son expulsados por las personas integrantes de las manifestaciones, algunas de las cuales sufrieron bajo su régimen antes de que Sueño Georgiano llegara al poder. «La resistencia al régimen policial que permitió a este gobierno hacerse con el poder también marcará su final», declaran los activistas durante sus discursos, especialmente en las concentraciones organizadas por la liberación de todas las personas detenidas.
Este rechazo a ambos partidos refleja un profundo desafío a las autoridades y una negativa a someterse a los dualismos caricaturescos que promueven: el proyecto civilizatorio occidental frente al proyecto bélico ruso, el progresismo frente al oscurantismo, el servilismo a la hegemonía occidental frente al servilismo al imperialismo territorial, el nacionalismo ultraliberal frente al nacionalismo ultraconservador. El punto en el que convergen estos dualismos es también su punto de ruptura: vigilancia policial desenfrenada, políticas que hacen imposible vivir, explotación de los recursos naturales como parte del mercado imperial global, empobrecimiento de la población a cambio de alianzas económicas y geoestratégicas con potencias extranjeras.
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Para deslegitimar el movimiento, el gobierno utiliza la retórica para reavivar las divisiones asociadas a la «polarización», poniendo a los políticos de la UNM en el punto de mira. El gobierno se presenta como garante de la soberanía nacional frente a la amenaza de guerra del norte y el peligro de un golpe de Estado de las fuerzas occidentales, manipulando constantemente el ejemplo de Ucrania para sembrar el miedo. Comparan el movimiento actual con el levantamiento de Maidan para argumentar que no está autogestionado, sino controlado por partidarios de Maidan y de la UNM, insistiendo en que la revolución ucraniana condujo a la muerte de cientos de personas y, después, a la guerra.
Esta retórica antiucraniana minimiza tanto la dimensión social como la forma de agencia específica del movimiento Maidan, que no puede reducirse únicamente a las fuerzas neonazis. Es coherente con la retórica antibelicista desplegada a lo largo de la campaña electoral. La forma en que el gobierno exhibió imágenes de las guerras como publicidad electoral demuestra que, tras la ilusión de mantener la paz, se esconden los métodos más despreciables para conservar el poder. Están explotando los traumas de nuestra memoria colectiva, que permanecen en carne viva, no sólo de la guerra que tuvo lugar en 2008, sino también de los tumultuosos años noventa, en los que se produjo un movimiento independentista acompañado de un golpe de estado, una guerra civil y conflictos interétnicos.
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La ley de «agentes extranjeros
El actual uso de la brutalidad policial y la represión legal se vio facilitado por la nueva legislación aprobada la primavera pasada, que también sirve de fundamento a una retórica ideológica basada en el autoritarismo antioccidental.
La ley relativa a la «transparencia de la influencia de fuerzas extranjeras» reintroduce un proyecto que se abandonó hace año y medio tras las protestas masivas. La ley se adoptó la primavera pasada, un año después, tras dos meses de manifestaciones y la elusión de un veto presidencial.
Siguiendo el modelo de una rusa, esta ley exige que cualquier organización sin ánimo de lucro que reciba el 20% de sus ingresos anuales de fuentes extranjeras -ya sean subvenciones o financiación individual- se registre como «entidad que representa los intereses de una fuerza extranjera». En una economía local marcada por la ausencia de subvenciones públicas y fuentes de ingresos alternativas, contrariamente a la retórica oficial, esta ley no pone en peligro tanto a las grandes ONG como a las pequeñas asociaciones, sindicatos y medios de comunicación independientes, así como a los colectivos locales y autogestionados.
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El primer ministro Irakli Kobakhidze declaró abiertamente que esta ley tiene como principal objetivo silenciar los focos de resistencia y lucha durante su sesión informativa del 3 de diciembre: «Construiremos la presa de Namakhvani»1 La implicación era que, con esta ley en vigor, nada impedirá la ejecución de megaproyectos hidroeléctricos, considerados la cúspide del desarrollo económico. Kobakhidze se refería al movimiento del valle de Rioni, que ahora se califica de prooccidental, a pesar de haber sido calificado de prorruso hace tres años. Este movimiento, una lucha medioambiental autogestionada liderada por los lugareños que consiguió obligar a una empresa turca a dar marcha atrás en la construcción de una megarepresa hidroeléctrica, se ha convertido en uno de los principales objetivos de la retórica del gobierno, que lo enmarca como una amenaza a la llamada soberanía e independencia energéticas. En respuesta a las declaraciones del primer ministro, los residentes del valle exhibieron una pancarta en una concentración en Tiflis: «La presa de Namajvani no se construirá».
Manifestantes portan una pancarta contra la represa de Namakhvani.
Además del movimiento del Valle del Rioni, muchos movimientos locales de resistencia luchan contra las injusticias sociales y medioambientales provocadas por proyectos económicos a gran escala, como la explotación y extracción de recursos naturales.
En Mingrelia, al oeste de Georgia, habitantes del pueblo de Balda se están movilizando para impedir el inicio de las obras de construcción de un proyecto de desarrollo ecoturístico que implica la privatización del río, la tierra y los espacios vitales, así como importantes daños en las laderas de las montañas.
En Shukruti, los habitantes luchan contra la explotación del suelo para la extracción de manganeso por parte de la empresa Georgian Manganese, un holding británico de Stemcor. Debido a las explosiones, el pueblo se está hundiendo en la tierra, llevándose consigo las casas de sus habitantes. Las habituales concentraciones ocupando las obras se trasladaron este otoño al Parlamento de Tiflis, con formas de protesta más radicales: huelgas de hambre y labios cosidos.
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Geopolítica de la energía
Pero detrás de estas pequeñas luchas populares están las apuestas de los grandes actores económicos: China, Rusia, Turquía, Azerbaiyán, Irán y, por supuesto, la Unión Europea. Sus luchas de poder se traducen en alianzas interimperialistas, conflictos y guerras en las que la energía es un arma por excelencia.
La guerra de Ucrania y las sanciones contra Rusia han reforzado la posición geoestratégica de Georgia en proyectos de infraestructuras económicas como el corredor de gas y petróleo, los recursos hidroeléctricos y las rutas de tránsito marítimo y terrestre. La ley sobre agentes extranjeros se presenta como garante de la realización de tales proyectos. Al mismo tiempo, el gobierno ha aprobado la ley de offshore (mar adentro), la ley anti-LGBT y enmiendas a la ley de pensiones, además de firmar memorandos energéticos y económicos con Turquía y China.
Todo ello parece formar parte de una estrategia de acercamiento a los BRICS, en particular con China y Azerbaiyán, para reforzar el comercio ampliando su papel como corredor de tránsito. Georgia desempeña un papel estratégico en la Belt and Road Initiative (BRI), la iniciativa china de crear una «nueva ruta de la seda» integrando el corredor económico China-Asia Central-Asia Occidental. La participación de Georgia se basa en dos proyectos clave: la construcción de un nuevo puerto en Anaklia, que pretende convertirse en un importante centro neurálgico, y la línea ferroviaria Bakú-Tbilisi-Kars, destinada a reforzar las conexiones logísticas entre Asia y Europa.
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Esta posición estratégica permite al gobierno georgiano ejercer presión sobre la Unión Europea, en particular por su implicación en el colosal proyecto de construcción de un extenso cable eléctrico submarino, que transportaría la electricidad suministrada por Azerbaiyán a la Unión Europea, pasando por el Mar Negro en Georgia. Una parte importante del tránsito energético ya se realiza a través de oleoductos que atraviesan Georgia, como el oleoducto BTC (Baku-Tbilisi-Ceyhan) y el gasoducto SCP (South Caucasus Pipeline), que conectan el Mar Caspio con Turquía a través de territorio georgiano2.
Teniendo en cuenta estas alianzas geoestratégicas para la conquista de recursos, podemos ver que la división simplista del mundo en dos grandes bloques -por un lado, el bloque euroatlántico y, por otro, Rusia- ya no tiene sentido. Ahora, debemos entender el tablero geopolítico como un espacio multipolar. Del mismo modo, geopolíticamente hablando, el partido Sueño Georgiano se alía tanto con los gobiernos de la extrema derecha euroatlántica (Donald Trump, Viktor Orbán) como con las potencias regionales sobre la base de un discurso populista, soberanista y conservador. Desde el punto de vista económico, por su política de extracción rapaz y su voluntad de desposeer y empobrecer a las poblaciones, se inscribe plenamente en el mercado capitalista globalizado junto al campo progresista.
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La Ley Anti-LGBT
Para reforzar el conflicto social ya iniciado por el establecimiento de la hegemonía occidental en este país, en particular mediante la injerencia de instituciones y ONG en las esferas económica y cultural, el gobierno se ha apropiado hábilmente de un discurso antioccidental, despertando la simpatía de una parte de la población despreciada por la parte «prooccidental». Esta mascarada retórica le permite erigir a ciertos «grupos sociales» en chivos expiatorios para justificar la instauración de un régimen autoritario en defensa de «la paz, la tradición y la soberanía económica». Además de los que «bloquean» la independencia energética, es «el colectivo LGBT» el que supuestamente representa una de las principales amenazas para nuestra identidad cultural y religiosa.
En este contexto entró en vigor el 2 de diciembre la nueva ley anti-LGBT, denominada «Ley de valores familiares y protección del menor». La ley, que equipara las relaciones homosexuales y la identidad de género con el incesto, criminaliza a las propias personas queer, así como el acceso a la atención sanitaria que la ley considera «manipulación médica». Además de la comunidad queer, la ley también criminaliza cualquier forma de apoyo, manifestación, reunión pública o postura pública que pueda ser etiquetada como «propaganda pro-queer.» El colectivo Queer Resistance escribió sobre la aplicación de la ley en su «manifiesto antifascista»:
«En Georgia, donde casi un millón de personas han abandonado el país para emigrar en busca de trabajo en los últimos cinco años, uno de cada tres niños vive en la pobreza extrema, mientras que los sistemas educativo y sanitario están en ruinas, el codicioso oligarca ha basado su campaña electoral en falsas promesas de paz y en la propagación de un odio artificial.
«Al criminalizar a una parte de la población -queer- y legalizar el odio y la censura para establecer un control totalitario, la ley también designa como criminales a todas aquellas personas y a todo aquello que se oponga a la legislación de este mal.»
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Ante el empobrecimiento y el endeudamiento generalizado de la población, una situación en la que los bancos y los servicios privados detentan el poder absoluto mientras que la cuestión de la identidad nacional sigue sin definirse, se hizo necesario crear una nueva imagen del enemigo. Este enemigo no está lejos, en Rusia o Turquía, sino ante nuestros ojos, importado a la fuerza por Occidente: el enemigo cuya vida misma, así como su aparición en público, amenaza nuestra moral y nuestras tradiciones y contribuye a los problemas demográficos. Esto forma parte de una operación para redirigir la ira por los problemas sociales, con el objetivo de sustituir un viejo arquetipo del enemigo por uno nuevo como catalizador para la construcción de la identidad.
Sin embargo, si la responsabilidad de criminalizar a las personas queer recae en el gobierno, el imperialismo sexual occidental tiene cierta responsabilidad en la instrumentalización de la cuestión queer. Aunque se suponía que los misioneros de los «derechos humanos» debían proteger a las minorías oprimidas, la respuesta ultraconservadora las convirtió en uno de sus primeros objetivos, utilizando el argumento antioccidental. El «queer-washing» (limpieza queer) no hizo sino reforzar la división social y cultural, separando a los «oscurantistas religiosos» de los progresistas liberales. El gobierno explota la cuestión LGBTQ con tanto vigor porque sabe cómo provocar una fuerte tensión cultural y existencial reproduciendo esta oposición y defendiendo el campo antiprogresista que desprecian las políticas «civilizatorias».
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¿El deseo de Occidente?
Este movimiento masivo de protesta, que se ha representado simplemente como mítines proeuropeos, tiene sus propias formas específicas de organización, socialidad y ayuda mutua.
Esto es algo que nunca se encontraría en las calles de Europa. Durante los mítines de la avenida Rustaveli, los bailes tradicionales, las canciones populares y los cantos religiosos cobran protagonismo; los chicos guays de la Generación Z gritan eslóganes - «Gaumarojos Sakartvelos»- que lo mismo podrían oírse de boca de los «oscurantistas» como un brindis por la patria, la libertad y la Iglesia; las madres acompañan a sus hijos, con la vana esperanza de protegerlos de los abusos policiales. El grito de una madre - «Suéltala, es mi hija»- se ha convertido en la consigna de la protesta, ahora inscrita en pintadas. Las abuelas, cuando aún tienen fuerzas para moverse, son rodeadas y protegidas por los y las manifestantes contra los cañonazos de agua; los sacerdotes salen de la iglesia de Kashveti para dar cobijo a los manifestantes perseguidos.
Detrás de las máscaras antigás, de los escudos pintados con los números «1312», está también la idea de lo común, que se expresa ante todo como un sentimiento de pertenencia colectiva, aplastado a lo largo de la historia de su existencia, y añade una fuerte dimensión cultural, incluso existencial, a la resistencia política.
La avenida Rustaveli ha sido testigo de numerosas redadas policiales, militares y paramilitares desde el movimiento independentista de los años noventa. Los manifestantes de la «generación de los padres/madres» evocan el recuerdo del 9 de abril de 1989, fecha que marca el trágico comienzo del movimiento independentista con la muerte de jóvenes manifestantes aplastados bajo los tanques rusos. El uso de fuerzas no uniformadas y la manipulación en torno a la cuestión de la guerra invocan la memoria colectiva: los crímenes de guerra del grupo paramilitar Mkhedrioni, especialmente en las regiones de Mingrelia y Abjasia, un trauma colectivo derivado de la destrucción de cuerpos y almas tras las masacres de osetios y abjasios, la limpieza étnica de georgianos y los desplazamientos forzosos, así como la ruptura de los lazos interétnicos y familiares.
Para comprender lo que está en juego detrás de lo que puede interpretarse como el deseo de Occidente, debemos tener presente esta historia. Primero el imperio zarista, luego el soviético, hicieron de Rusia una de las principales potencias coloniales que gobernaban Georgia, después del imperio otomano.
Para recordar el curso de la reciente historia de la liberación, Georgia y luego Chechenia proclamaron su independencia en 1991, antes de la caída de la URSS. Todo ello tuvo lugar en un panorama marcado por la intensificación de las luchas nacionalistas y etnonacionalistas, que reclamaban la secesión de grupos étnicos minoritarios bajo la protección de la URSS (Nagorno Karabaj, Abjasia, Osetia).
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Tras un golpe de Estado, estalló una guerra civil en la capital entre los separatistas georgianos, dirigidos por Zviad Gamsakhurdia, y la oposición golpista, que se convirtió en el Consejo de Estado dirigido por el antiguo líder comunista Eduard Shevardnadze. Esta guerra degeneró en el llamado conflicto interétnico de 1991 a 1993 en Abjasia.
La guerra de 2008 con Rusia, aunque tuvo lugar en un contexto diferente al de los años noventa, reavivó las mismas heridas relacionadas con los conflictos étnicos y territoriales. Esta vez fue Osetia del Sur, otra región mayoritariamente poblada por minorías étnicas, la que acabó siendo ocupada por la Federación Rusa.
Pero no nos equivoquemos: aunque la cuestión de la autonomía de las minorías étnicas en un territorio donde coexisten una multiplicidad de lenguas, religiones y tradiciones es un asunto crucial, Rusia sigue siendo una superpotencia exterior que utiliza las tensiones étnicas como palanca en una lucha de poder con el único objetivo de expandir su reinado territorial. Al igual que en Ucrania, Rusia siempre ha sabido asociar la violencia de su régimen imperial a los conflictos por la identidad étnica en el Cáucaso, erigiéndose en «salvadora de las minorías étnicas oprimidas».
Por eso, tras las banderas europeas se esconde la esperanza de un mundo mejor, y tras el deseo de Occidente, el deseo de independencia. Pero la idea de Europa como horizonte no sólo surge en oposición a Rusia. También surge de la propaganda y el poder blando de la hegemonía neoliberal euroatlántica, que ha seguido ampliando su zona de influencia sobre los territorios postsoviéticos desde el colapso de la URSS.
Para nosotras, la generación de los noventa, que crecimos en la posguerra tras el declive del movimiento independentista, la promesa de la vía prooccidental representaba el sueño de un mundo mejor que había al otro lado del Telón de Acero: paz, pan, electricidad, agua caliente, educación y sanidad. Hoy, aunque Europa siga encarnando algún tipo de promesa para una parte de la población, nadie se engaña.
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Desde la liberalización de los visados en 2017, Georgia sigue figurando en la lista de países con gran demanda de asilo, junto a Afganistán y Bangladesh. Esta estadística muestra que, en una población de 3,5 millones de habitantes, cada familia tiene al menos un miembro en el exilio y la migración, en busca de protección y condiciones de subsistencia, para poder acceder a asistencia sanitaria gratuita o recursos económicos suficientes para mantener a los familiares que se han quedado en el país, o bien para pagar los préstamos de una familia muy endeudada. Etiquetados como «malos exiliados» por ser «emigrantes económicos» o emigrar «por motivos de salud», no sólo se les niega el derecho a viajar libremente, sino que, además, son objeto de todo tipo de violencia institucional y policial, desde cientos de expulsiones ilegales hasta la muerte de personas detenidas en centros de detención tras la violencia policial3.
Aunque a Europa le gustaría situar a Georgia bajo su esfera de influencia, el trato que da a la población georgiana en el exilio y a la emigración económica ha revelado su engaño y duplicidad.
En consecuencia, para la población emigrante, especialmente en el contexto del creciente racismo y el auge de la extrema derecha, Europa ya no representa una potencia mítica que pueda salvarnos del imperialismo bélico y garantizar mejores políticas sociales en un país presa de la depredación privada. Para la población de Georgia, en la medida en que las cuestiones geopolíticas se mezclan con las cuestiones de identidad, si el giro hacia Europa representa una estrategia de supervivencia para algunos, la principal preocupación, ahora incluso más que antes, sigue siendo el autoritarismo del gobierno local.
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Por una solidaridad internacionalista
Para terminar, me gustaría compartir el mensaje de apoyo enviado a los y las camaradas de Georgia desde París:
«Desde la reunión de camaradas sirios que celebran la caída del régimen del dictador Bashar Al-Assad, y de camaradas georgianas que se organizan en apoyo del actual movimiento de protesta, queremos llevar el mensaje de solidaridad internacionalista a los pueblos en lucha contra el imperialismo, los regímenes autoritarios locales y la injusticia social.
«En un momento de genocidio en Palestina, de guerras en Ucrania, Líbano y Sudán, de ascenso de regímenes autoritarios en Georgia, Irán y Rusia y de extrema derecha en Europa, la única esperanza reside en la construcción de alianzas y de solidaridad entre los pueblos oprimidos. ¡Sólo el pueblo puede salvar al pueblo!
«¡De Siria a Georgia, que caigan los regímenes en todas partes!
«¡Libertad a todas las personas presas de Georgia!
«Amor y rabia,
«Camaradas internacionalistas de París»
A solidarity demonstration in Paris. “From Syria to Georgia, may the regimes fall everywhere!”
Traducido por A Planeta.
-
La construcción de la cascada hidroeléctrica de Namakhvani, la mayor instalación hidroeléctrica en territorio georgiano desde el final de la URSS, por la empresa turca ENKA. ↩
-
Ya en 2006, la construcción del gasoducto había suscitado una gran oposición entre la población local. Ni que decir tiene que la economía local no ha recibido ningún beneficio financiero de estos oleoductos propiedad de los consorcios multinacionales BTC Co. y South Caucasus Pipeline Company. Su gestión se reparte entre empresas europeas como British Petroleum y las de Azerbaiyán y Turquía junto a Rusia e Irán. ↩
-
Vakhtang Enukidze en 2020 en el CPR Gradisca d’Isonzo, Italia; Tamaz Rasoian, ciudadano georgiano-kurdo, en el centro de detención de Merkplas, Bélgica, en 2023. ↩