En el siguiente análisis, lxs anarquistas en Brasil examinan cómo la pandemia y el creciente populismo de extrema derecha coinciden en una economía colonial de extracción, analizando una sociedad que se encamina hacia un colapso catastrófico. En este contexto, los proyectos autoorganizados de ayuda mutua y defensa colectiva, que involucran a conductorxs de reparto, ultras del fútbol, organizaciones Indígenas, okupas ilegales, residentes de las favelas y la periferia urbana, antifascistas y otros grupos amenazados, pueden representar nuestra única esperanza de supervivencia.
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I. Las Imágenes del Desastre
“La historia no es hecha por un puñado de activistas con la ideología correcta, sino a través de las acciones impredecibles de innumerables proletarixs que aprenden a luchar juntxs contra lo que perciben (aunque de forma imprecisa) como una amenaza para su futuro. Entran en estas luchas con ideas contradictorias, y estas sólo se resuelven en el proceso material de sostener esos movimientos y hacerlos avanzar.”
En la literatura y películas distópicas en las que un evento catastrófico causa el colapso de la civilización, a menudo vemos después a humanxs viviendo en grupos, planeando “reconstruir el mundo perdido”, como si restaurar esa misma organización social y estructura económica que lxs arrastró al colapso, fuera la respuesta a su miseria. Para estxs personajes —y para sus líderes, con sus discursos épicos— el problema no era el funcionamiento normal del sistema, sino su fin. Vemos esto en 28 días después (2002), Hijos de los Hombres (2006), El amanecer del planeta de los simios (2014), y otras tantas películas que coquetean con nuestros deseos y miedos, sobre las posibilidades que seguirían a un desastre con el potencial de alterar irreparablemente nuestra forma de vida—ya sea un apocalipsis nuclear, un virus mortal o la infertilidad humana.
La palabra ”dés-astre”, del francés, significa desprendimiento de los cuerpos celestes—una ruptura en nuestra relación con el cosmos, con nuestro destino. Mucha gente sólo puede imaginar el fin del capitalismo como un evento desastroso que nos dejaría desesperadxs y descarriadxs, como en esas distopías: ciudades en ruinas, suelo infértil, polución extrema, guerras sin fin, hambre y, por supuesto, enfermedades mortales que se propagan libremente. Sin embargo, para aquellxs de nosotrxs que sobrevivimos a las crisis del mundo real de desastres y pandemias causadas por el capitalismo, la normalidad es el problema. Para nosotrxs, la crisis ya ha comenzado y el desastre—el verdadero desastre—es que todo continúe como está. La desigualdad, la privatización, la contaminación, la opresión y la violencia no representan una ruptura con la normalidad del sistema en el que vivimos; más bien, son las condiciones de su continuación.
El capitalismo no es el primer sistema brutal y desigual de la historia. Pero es el primero en poner en peligro vidas en todo el mundo, para que una minoría pueda prosperar en un sistema unificado a nivel global. Luchamos por entenderlo, porque es el mundo que habitamos, el mundo que compartimos con las personas que amamos, del que obtenemos nuestro sustento—aunque a costa de mucho sufrimiento. En este mundo, las tragedias se distribuyen de manera desigual, como mínimo: una docena de multimillonarixs continúan determinando nuestro futuro, nuestras vidas y nuestras muertes, ya que controlan y se benefician de la mayoría de los recursos de nuestro planeta. El resto de nosotrxs competimos por trabajos que se vuelven cada vez más precarios, luchando por aferrarnos a nuestros hogares, por sobrevivir a la policía racista— para no terminar en hospitales abarrotados, camiones refrigerados o fosas comunes que constituyen el nuevo escenario de la pandemia.
Debemos terminar con la idea de que la muerte del capitalismo es la muerte de algo que tiene vida. El capitalismo es lo que amenaza nuestra supervivencia, imponiendo una competencia artificial dentro de la escasez artificial. Incluso lxs autorxs de ficción son cada vez más incapaces de describir el futuro como un progreso o una promesa de “días mejores”. Hay suficientes recursos, alimentos y tierras para todas las personas, pero quienes los controlan prefieren destruirlos que compartirlos con nosotrxs. Una organización social que pone en órbita satélites para explorar galaxias, pero no puede alimentar a la población terrestre, que produce medicina avanzada, pero intencionadamente la vuelve inaccesible para la mayoría de la gente, es una organización social que inevitablemente provocará su propio colapso. No pararemos de repetir: el verdadero desastre no es el fin del capitalismo, sino su continuación.
Científicxs e instituciones oficiales, como la Organización Mundial de la Salud, están arrebatando a los movimientos ambientalistas y anticapitalistas, el papel “alarmista” de anunciar las crisis globales causadas por una expansión económica desenfrenada. En 2018, el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) declaró que nos acercamos progresivamente a un aumento catastrófico de la temperatura de la Tierra, disponiendo de un máximo de doce años para detener este proceso. A principios de 2019, la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES por sus siglas en inglés) publicó un informe mostrando que al menos un millón de especies desaparecerán de la superficie de nuestro planeta en las próximas décadas— esto incluye una gran cantidad de flora y fauna comunes, y también insectos y microorganismos que son necesarios para la agricultura que nos alimenta a todxs. En agosto de 2020, en medio de la pandemia, científicxs de todo el mundo publicaron el informe Estado del clima 2019, advirtiendo que esta ha sido la década más calurosa registrada. En su libro de 2016 Grandes granjas, grandes Gripes, Rob Wallace ya había señalado las conexiones concretas entre el capitalismo, la industria, la agroindustria y los brotes epidemiológicos como el que vivimos ahora.
En medio de toda esta tragedia, vemos que los gobiernos de izquierdas, en las Américas y en todo el mundo, no pueden contener el auge del populismo. No se mantuvieron alejadxs de la corrupción, no cumplieron sus promesas de “incluir a lxs excluidxs”, manteniendo los privilegios de lxs ricxs y la frágil comodidad de la llamada “clase media”—un estrato generalmente en línea con los deseos e ideologías de la clase dominante. No es una cuestión de juicios morales, sino la doble constatación de que la corrupción es inherente a todos los estados y al capitalismo, y que ambos sirven para mantener la división entre quienes controlan y quienes obedecen, quienes ostentan la riqueza y quienes mueren de hambre. Los gobiernos de izquierdas han sido expulsados del poder por procesos electorales o golpes de estado liderados por la extrema derecha, que asume diferentes formas en cada país—ya sean populistas, fascistas o autoritarias— pero que capta a nivel global el descontento y la decepción generalizadxs.
La democracia sigue oscilando como un péndulo, quitándole el poder a la izquierda para dárselo a la derecha y viceversa, sin que cambie la estructura política y económica. Por cada Lula o Dilma que no logra apaciguar la rebelión mediante concesiones, o con crecientes inversiones en aparatos y leyes represivxs, aparecen nuevos Bolsonaros y Trumps, dispuestos a doblar su apuesta y proyectarse como nuevos líderes de quienes “se rebelan dentro del orden”, desafiando los límites de la democracia, y llevándolos hasta las fronteras del autoritarismo. En este sentido, podríamos decir que quien hoy pide una “revolución” reaccionaria es la extrema derecha, mientras la izquierda se hunde en un intento de preservar los míseros avances económicos, políticos y sociales con los que nos apaciguaron hace tiempo, mientras gobiernan para gestionar nuestra miseria.
Vemos el resultado desde Brasil y Estados Unidos hasta Rusia, Hungría e India: nuevxs autócratas populistas que subvierten sus propias leyes con impunidad, liderando gobiernos que envuelven a sus poblaciones en la mortal tragedia de la pandemia de COVID-19. Lo único peor que vivir en una sociedad en la que mezquinxs líderes monopolizan todo el poder y los recursos para imponer decisiones sobre nuestras vidas y nuestra salud, es vivir en una sociedad en la que esxs líderes usan su poder para dejar que la enfermedad y la muerte nos acechen sin obstáculos.
Mientras redactamos este texto, Brasil está enterrando a 240.000 de los 2,5 millones de personas muertas en todo el mundo y alberga, según datos oficiales, más de 10 millones de casos de infección. La crisis del coronavirus es el retrato más fiel de un desastre global predecible y evitable.
La peor pandemia en más de un siglo no es “pedagógica”, no es un mensaje de Gaia, no es un castigo divino. Pero tampoco es ajena a la acción humana en todo el mundo, como el meteorito de la película Armageddon (1998) o el planeta camino a colisionar con la Tierra de Melancholia (2011). Es el resultado directo del avance del capitalismo, la agroindustria y la urbanización sobre los biomas y la vida silvestre. Es el efecto material, político y subjetivo de un evento aún por desarrollarse.
Ahora parece que estamos más cerca de El caballo de Turín (2011) de Bela Tarr, para quien el fin del mundo es a la vez extraño y rutinario, monótono en una vida reducida a la supervivencia: la lenta cancelación del futuro.
“La forma en que veo el fin del mundo es muy simple, muy tranquila, sin ningún espectáculo, sin fuegos artificiales, sin apocalipsis. Desciende hasta debilitarse cada vez más, y al final termina.”
-Bela Tarr
Si ya no parece posible —o incluso preferible— postponer el final, porque ya está aquí, la gran pregunta ahora es cómo afrontar un final que no se precipita como una revolución, sino como una crisis perpetua. Comenzamos partiendo hacia otro fin del mundo en medio del desastre. Sólo comenzando allí podemos actuar.
Desinfección de un centro comercial en Caxias do Sul, Rio Grande do Sul.
II. El Capitalismo Es un Desastre Logístico
“No soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otrxs, lejos de negar o limitar mi libertad, es, por el contrario, su condición necesaria y confirmación. Es la esclavitud de otrxs la que pone una barrera a mi libertad, o lo que es lo mismo, su animalidad es una negación de mi humanidad. Porque—una vez más—no puedo decirme verdaderamente libre más que cuando mi libertad, o, lo que quiere decir lo mismo, mi dignidad de hombre, mi derecho humano, que consiste en negarme a obedecer a ningún otro hombre y a determinar mis propios actos de conformidad con mis convicciones, se refleja en la conciencia igualmente libre de todxs y se confirma con el consentimiento de toda la humanidad. Mi libertad personal, confirmada por la libertad de todxs, se extiende hasta el infinito.”
-Mikhail Bakunin, “Hombre, Sociedad y Libertad”
En mayo de 2020, cuando se le preguntó sobre la limitación de la economía y la puesta en práctica de normas para el distanciamiento social, Bolsonaro comparó a Brasil con Suecia y dijo que el país nórdico “no se detuvo”, representando un buen ejemplo de un país que mantuvo su “normalidad” frente a la pandemia. Brasil tenía 13.000 muertes por coronavirus para entonces, y Suecia poco más de tres mil.
Comparar estos dos países puede parecer ridículo, considerando que la población sueca es 21 veces menor que la brasileña, de hecho, menor que los 12 millones de personas que viven en la ciudad de São Paulo. Además, los 10 millones de suecxs están bien respaldadxs por el estado de bienestar y la inclusión social y económica, algo con lo que la mayoría de los 210 millones de brasileñxs ni siquiera pueden soñar. No queremos hacer ningún cumplido ingenuo al modelo capitalista nórdico, que podría describirse mejor como “la comunidad cerrada más grande del mundo”. La existencia de estos “condominios” globales en las Suecias y Noruegas del mundo, requiere marginadxs globales en América Latina, África y Asia, que sirvan como reservas de mano de obra barata, zonas de extracción de recursos naturales y vertederos de basura con regulaciones convenientemente flexibles. Esto explica por qué Brasil es incapaz de controlar la pandemia y sus efectos, a pesar de tener el sistema de salud pública más grande del mundo, exacerbando desigualdades y formas de exclusión que vienen de lejos.
Brasil es una nación de dimensiones continentales con una importante economía de producción. Sin embargo, todavía se caracteriza por una profunda desigualdad social y un papel complaciente en el mercado global como productor y exportador de productos agrícolas y primarios como cereales, minerales y petróleo. 14 de las 15 principales exportaciones son primarias. Con abundantes biomas, agua y tierras cultivables, la producción de alimentos en suelo brasileño es la tercera más grande del mundo, y alimenta a 1.500 billones de personas en todo el planeta. Pero esta economía trata a los bosques, los ríos, el suelo y todas las vidas humanas y animales como meras fuentes de ingresos en el mercado exterior. Se basa en la propiedad individual, la concentración de la riqueza y la tierra, la deforestación, la contaminación, la violencia, el trabajo esclavo y la apropiación de tierras indígenas, un proceso que no se ha ralentizado desde la invasión europea en 1500, ni siquiera durante la pandemia.
Si bien Bolsonaro exhorta a lxs brasileñxs a hacerse pasar por suecxs, una parte considerable de la población carece de acceso al agua o al tratamiento de aguas residuales, o incluso a los documentos necesarios para solicitar estos servicios. Para 35 millones de brasileñxs, el saneamiento ordinario ni siquiera es posible, ya que no hay acceso al agua potable. Casi 100 millones de personas—el 47% de la población brasileña—no tienen acceso a un sistema de alcantarillado. A diferencia de Suecia, donde el gobierno financió el 90% de los salarios para mantener a las personas en casa, aproximadamente 46 millones de brasileñxs en 2020 vivían sin documentos, cuenta bancaria o acceso a Internet, invisibles a los ojos del estado y excluidxs de recibir ayuda de emergencia—que equivale a poco más de la mitad del salario mínimo brasileño, pero cuatro veces más que el mínimo de la celebrada ayuda de Lula Bolsa Familia. Esta exclusión se refleja directamente en las estadísticas sobre el impacto del COVID-19, así como afecta a esas mismas personas en los tiempos “normales”, ya sea por la miseria o por la violencia que la acompaña.
Violencia, Seguridad y Control Policial
La desastrosa escena de la pandemia de Covid-19 en Brasil no se daría sin el estado de calamidad permanente impuesto por las fuerzas de seguridad. En Río de Janeiro, por ejemplo, incluso con negocios cerrados y recomendaciones para quedarse en casa, los asesinatos por parte de la policía aumentaron un 43% en abril, durante el primer mes de encierro y cuarentena. Entre las 177 personas asesinadas por la policía de Río de Janeiro en abril de 2020 se encontraban João Pedro, de 14 años , asesinado a tiros en su casa por la policía, y João Vitor, de 18 años, asesinado por la policía mientras grupos de movimientos sociales entregaban cajas de comida en Cidade de Deus. Después de que el STF (Tribunal Supremo Federal de Brasil) prohibiera el 5 de junio las operaciones policiales durante la pandemia, las muertes se redujeron un 70% en toda la ciudad. Rafaela Coutinho, la madre de João Pedro, resumió la situación así: “Yo estaba protegiendo a João Pedro de un virus y él fue víctima de un virus aún más terrible: el virus de un estado asesino.”
La devastación ambiental, la expropiación de tierras indígenas, los asesinatos policiales, la persecución política de lxs educadorxs—las crisis nunca vienen solas. Además, a menudo se convierten en oportunidades para que se aprueben determinadas medidas, medidas que atraerían mucha más atención —o resistencia— en otros momentos. El actual ministro de Medio Ambiente afirmó en un video que la pandemia era un momento oportuno para aprobar leyes que faciliten la degradación ambiental, “mientras que los medios sólo cubren el COVID”. De hecho, hemos visto rápidas medidas legales para desmantelar la legislación de protección medioambiental. El cese de las inspecciones durante la pandemia y el período de aislamiento permitió a lxs ganaderxs, comerciantes de madera y minerxs penetrar más en las selvas del Amazonas y el Pantanal, provocando un aumento del 28% en los incendios en comparación con el año pasado.
Al mismo tiempo, los movimientos y grupos indígenas y quilombolas denunciaron al gobierno de Bolsonaro por poner en práctica un “plan genocida para despejar la zona” al haber permitido que el COVID-19 llegara a comunidades que carecen de lo mínimo para resistir. Incluso el ministro del STF, Gilmar Mendes, usó la palabra “genocidio” para describir la política de este presidente, que vetó en julio medidas para facilitar el acceso a agua potable, útiles de higiene, conexión a Internet y material educativo en lenguas indígenas sobre prevención de enfermedades. Bolsonaro también vetó una medida que reafirmaba la obligación del estado de brindar tratamiento médico a los pueblos indígenas. Antes de finales de julio, 70 mil indígenas se habían infectado y más de 2000 habían muerto de COVID-19 en las Américas. En el siglo XXI, esta es la nueva cara de un proyecto colonial que, cuando no golpea directamente con armas a los pueblos indígenas, una vez más emplea la enfermedad y la negligencia para matar individuos y exterminar comunidades enteras, ya sea el estado chileno contra el pueblo mapuche en la región de la Araucanía o el estado brasileño contra el guaraní-kaiowa en Mato Grosso do Sul.
Las medidas de vigilancia del estado incluyen ahora métodos innovadores como vigilancia telefónica, reconocimiento facial y controles por cámaras térmicas. Todavía no hemos experimentado una vigilancia tan intensa como la impuesta a los barrios completamente confinados de Madrid, o los robots que controlan a las personas en las calles como en Túnez, o la vigilancia telefónica individual y el reconocimiento facial que se utiliza en China para rastrear a lxs ciudadanxs. Pero dondequiera que el control del estado se afiance, sólo puede intensificarse.
Las medidas de aislamiento y la intervención policial para reprimir reuniones y asambleas nos recuerdan los años de la dictadura militar (1964-1985), cuando había toques de queda y cualquier reunión de más de dos personas, por casual que fuera, era disuelta por la policía como potencialmente conspirativa. Para aquellxs que recuerdan esa época—o que todavía experimentan el estado policial y militar en las afueras de las ciudades o en las áreas rurales—tales medidas siempre toman la forma de represión, incluso si son “por la salud de todxs”. El ejemplo clásico de por qué tales medidas pueden provocar la furia de la gente es la conocida “Revolta da Vacina” (Revuelta de las Vacunas) de 1904, cuando el gobierno de Río de Janeiro—capital de Brasil en ese momento—impuso por la fuerza un plan de vacunación para combatir la viruela, con policías irrumpiendo en las casas de las personas para obligarlas a vacunarse. Al mismo tiempo, un violento proyecto de urbanización higiénica demolió calles enteras y obligó a las personas sin recursos a trasladarse a las afueras.
Un tranvía volcó en Río de Janeiro durante el Levantamiento de las Vacunas de 1904.
Hoy, tales revueltas no están necesariamente dirigidas contra la ciencia, la medicina o la preservación de la salud, sino contra el autoritarismo y el poder de quienes pretenden obligarnos a aceptar sus decisiones sin diálogo como una forma de reprimir la autoorganización. Por ejemplo, en 2019, para evitar los black blocs, el gobernador de São Paulo, João Dória del PSDB, volvió a promulgar la ley de 2014 que prohíbe las máscaras en las manifestaciones. Un año después, el mismo gobernador ordenó el uso de mascarillas en todo el estado, para todas las personas que salen a la calle por cualquier motivo. Esta ironía ilustra lo vulnerables y ajenos que somos a nuestras decisiones, si esperamos que sólo lxs políticxs y las leyes determinen qué es lo mejor o más seguro para nosotrxs.
Doria, el gobernador de São Paulo, prohibió las máscaras en 2019 y las hizo obligatorias en 2020.
Líneas de Exclusión
Es difícil implementar el aprendizaje a distancia allí donde lxs estudiantes no tienen un ordenador o acceso a Internet o viven con varixs miembros de la familia en viviendas de una o dos habitaciones. La pandemia sólo ha exacerbado las tremendas desigualdades entre lxs estudiantes de las escuelas públicas y privadas. El aumento de la violencia doméstica durante los confinamientos ha arrojado algo de luz sobre el patriarcado y el sexismo en nuestra sociedad. Las revueltas carcelarias en protesta por la violación de los derechos humanos y el descuido con el que lxs funcionarixs penitenciarixs permiten que se propague el COVID-19, muestran la brutalidad de un sistema carcelario superpoblado y asesino. Los nuevos peligros que amenazan la vida de las personas en el campo, los pueblos Indígenas y lxs ancianxs, revelan la exclusión social a la que ya han sido sometidos estos grupos durante siglos.
La pandemia no es diferente de otros desastres que afectan de manera desproporcionada a lxs pobres y excluidxs. Cuando el invierno o una tormenta golpea una ciudad y las personas sin hogar mueren de frío y las casas construidas en zonas de alto riesgo se derrumban, es obvio que el problema no es el frío o la lluvia, sino que las personas se quedan sin los recursos básicos que necesitan para hacer frente a esas situaciones. Mientras persista el capitalismo, las personas en la base de la pirámide siempre serán las que más sufrirán en cualquier crisis o catástrofe. Como las tragedias anteriores, esta crisis de salud tiene una edad, pero también un color y una dirección: en abril, el número de negrxs muertxs por COVID-19 en Brasil ya era cinco veces superior al número de víctimas blancas. Estudios recientes indican que, en São Paulo, las amas de casa, lxs trabajadorxs autónomxs y las personas que utilizan el transporte público son las principales víctimas de la pandemia, mientras que lxs empleadorxs casi no tienen posibilidades de contagio.
Como lo expresaron algunxs de lxs anarquistas que lucharon contra la epidemia de cólera en Italia en 1884, “la verdadera causa del cólera es la pobreza, y la verdadera medicina para prevenir su regreso no puede ser nada menos que la revolución social”. Con unos pocos ajustes, podemos decir lo mismo sobre nuestra situación en el siglo XXI. Las disparidades geopolíticas —Brasil alimenta al 20% del planeta, pero no garantiza recursos básicos, como agua y alcantarillado a casi el 50% de su población— demuestran que el problema no es la escasez de recursos, sino la concentración de toda la tierra, dinero, infraestructuras y poder en manos de cada vez menos personas. El problema del capitalismo es la distribución, y la causa es la lógica misma de su economía y su política.
Si algo nos ha mostrado la pandemia del COVID-19 es que el capitalismo está lleno de cuellos de botella que bloquean el acceso a los recursos. Una crisis que amenaza la salud de todas las personas en todos los continentes, exponiendo a lxs más pobres y vulnerables a muertes evitables—y al ponerlxs en peligro, permitiendo que el virus continúe propagándose y amenazando a otrxs también—confirma que este sistema económico es incapaz de sostener a todxs. Como Bakunin1 podría haber dicho, mi salud depende de la salud de todxs lxs demás, en todo el planeta. Lxs anarquistas y otrxs radicales siempre han sostenido que la libertad debe ser para todxs si alguien quiere ser verdaderamente libre. Esta pandemia confirma que, mientras algunxs carecen de libertad, mientras que otrxs carecen de igualdad de acceso a los recursos y de autonomía para cooperar y apoyarse mutuamente, un solo enfermo representa un riesgo para la salud de todxs. Hasta que no destruyamos estas líneas de exclusión, todxs estaremos en riesgo.
III. La Imagen del Futuro: ¿Populismo Nacionalista o Revolución Social?
“Lxs políticxs profesionales, al ver que están perdiendo terreno, porque el Estado flaquea con el capitalismo, se convierten en bandidxs profesionales para continuar en los mismos puestos de poder y de asalto al erario público. Surgen expediciones primitivas. Es fascismo”
-Maria Lacerda de Moura, “Fascismo: Filho Dileto da Igreja e do Capital”, 1934
Los levantamientos de 2013 en Brasil sacudieron la frágil estabilidad construida por el gobierno del PT, mostrando que el descontento popular no podía ser apaciguado por medio de la conciliación de clases. La democracia no representa a nadie ni a nada más que a los intereses de las élites, y cuando la población alcanza los límites que la democracia le impone a su capacidad para atender sus necesidades y hacer oír su voz, las calles en llamas vuelven a ser su canal de expresión.
Los movimientos en favor del transporte gratuito, como el MPL (Movimento Passe Livre), continuaron la tradición de los movimientos autónomos que surgieron a principios de siglo; su constante organización durante más de una década fue fundamental para la revuelta que estalló en 2013. Esa revuelta escapó a cualquier forma de control, ya sea de los propios movimientos o de los partidos, sindicatos u organizaciones tradicionales. Pero cuando estos grupos autónomos y anticapitalistas fueron efectivamente reprimidos por el gobierno del PT, la derecha aprovechó la situación para ganar protagonismo en las calles en las manifestaciones y en Internet.
El “bacilo de la peste” en Brasilia, 15 de marzo de 2015.
A finales de 2014, el PT ganó su cuarta elección consecutiva, la segunda victoria de Dilma Rousseff. Derrotado, el candidato del PSDB [Partido de la Socialdemocracia Brasileña], el segundo partido más grande del país, convocó una de las primeras protestas bajo los lemas “Fora Dilma” (fuera Dilma) y “en defensa de la democracia”, ayudando a catalizar las protestas masivas en favor del juicio político a Dilma Rousseff que tuvieron lugar durante los años siguientes. Sin la oportunidad de ganar unas elecciones, los partidos conservadores organizaron a sus representantes en el parlamento, apoyados ampliamente por los medios de comunicación y la élite empresarial. En 2016, lograron impulsar un juicio político que puso fin a 13 años de gobierno del PT. Michel Temer del PMDB (ahora MDB - Movimiento Democrático Brasileño) asumió el mando.
El gobierno de Temer siguió su agenda conservadora, acelerando el proyecto neoliberal que ya estaba en marcha bajo el mandato del PT. También Temer encontró mucha resistencia popular: okupaciones de edificios contra la disolución del Ministerio de Cultura, okupaciones de más de mil escuelas y un centenar de universidades, manifestaciones violentas y enfrentamientos en Brasilia contra el congelamiento presupuestario en salud y educación en 2016, llamada a la huelga general en 2017, y una gran manifestación que tomó el centro de la capital del país y terminó con la quema de dos ministerios. Todos estos fueron episodios importantes de lucha y resistencia que hicieron retroceder al Estado, pero no frenaron el crecimiento de la derecha en las calles.
Manifestantes ocupando Paraná State College contra el PEC 241 de Temer en 2016.
En vísperas de las elecciones presidenciales de 2018, las protestas de la campaña # EleNão (“No él”), organizada principalmente por movimientos de mujeres contra Bolsonaro, mostraron que miles de personas aún estaban dispuestas a manifestarse en las calles. Pero fueron incapaces de radicalizar sus acciones y agendas como lo habían hecho los movimientos de 2013, o de comprometer la victoria de Bolsonaro en las urnas.
En otras palabras, no fueron sólo los movimientos autónomos los que cobraron impulso; los reaccionarios también aprendieron a reclutar cada vez más gente en las calles. Cuando la izquierda mayoritaria huyó del levantamiento popular de 2013, para seguir persiguiendo el poder y el control del Estado, el resultado fue que la derecha pudo presentarse como una solución electoral a la quiebra del propio sistema democrático. Bolsonaro ganó las elecciones presidenciales de 2018 porque entendió mejor que gran parte de la izquierda que el modelo de democracia representativa estaba desgastado. El fascismo se alimenta de la reacción estatal contra las revueltas populares.
¿El Mayor Populista, o Simplemente Otro Autoritario?
Bolsonaro derrotó al PT con el 55% de los votos en la segunda vuelta. Pero antes, en la primera vuelta, la polarización aplastó al PSDB, el mayor rival del PT y principal partido que representa a la derecha neoliberal brasileña desde el fin de la dictadura. El partido que gobernó durante dos mandatos consecutivos antes del PT obtuvo un mísero 4% de los votos en las elecciones de 2018. Los efectos de la polarización y radicalización promovidos por los movimientos de derechas impusieron cambios profundos en el panorama político del país, colocando la personalidad de Bolsonaro en el lugar de todo un partido, como polo alternativo al PT.
Los peores efectos del bolsonarismo estaban por llegar. Como advirtió el anarquista italiano Malatesta, demostró el militante español Durruti y confirmó la anarquista brasileña María Lacerda de Moura, cada élite y cada gobierno tiene al fascismo como arma, siempre al alcance de la mano, para contener o prevenir los avances de la clase obrera. En tiempos de crisis económica y política, las personalidades y los programas fascistas pueden seducir a las élites y al electorado con la promesa de una solución. La nueva ola populista que vemos hoy en todo el mundo representa esta estrategia. Aunque no son técnicamente fascistas—o carecen actualmente de la capacidad de serlo—políticxs como Bolsonaro emprenden dinámicas fascistas canalizando el resentimiento de las clases medias y su deseo de recuperar el control del Estado, hacia el odio a las minorías y los pocos derechos que han ganado. Las células y los sitios web neonazis han aumentado considerablemente desde la elección de Bolsonaro. Cuanto más ofensivxs, racistas y sexistas han sido, más éxito han logrado involucrando a la gente en sus campañas. En este contexto, internet ha sido fundamental para profundizar la polarización entre una izquierda reducida a centrarse en la competencia electoral entre el PT de Lula y Bolsonaro, por un lado, y los movimientos conservadores, evangélicos y neoliberales que apoyaron a Bolsonaro por otro.
Un año después de las elecciones, Bolsonaro fue expulsado de su partido. Sigue siendo el único presidente sin partido en la historia de Brasil. Después de usar Internet para ganar las elecciones, Bolsonaro continuó gobernando y usando esta plataforma como escenario, convirtiéndose en el primer presidente en hacer anuncios a través de retransmisiones semanales en directo en Facebook. Al igual que Trump, Bolsonaro mantuvo el tono bélico de un hombre que libra una eterna campaña electoral incluso después de la victoria, anunciando su proyecto de gestión por destrucción.
Pero no se trata sólo de Internet, la televisión y el uso de bots en las redes sociales. La carrera política de Bolsonaro tiene más de tres décadas; toda su familia tiene profundos vínculos con las milicias que controlan parte del mercado del crimen organizado en Río de Janeiro. Sus tres hijos, que tienen carreras como parlamentarios, han dado empleo a milicianos y a sus familiares en sus oficinas, incluido el conocido asesino Adriano da Nóbrega. Da Nóbrega recibió una medalla de Flávio Bolsonaro en el parlamento; sus compañeros de la milicia encarcelados fueron acusados de asesinar a la concejal Marielle Franco. Uno de estos colegas era vecino de la familia de Jair Bolsonaro, en la misma comunidad elitista.
Estas milícias o milicianos son comunes en el estado de Río de Janeiro: grupos paramilitares de policías, ex policías, bomberos y agentes de seguridad, que sustituyen a organizaciones criminales para vender «servicios de seguridad» a residentes y comerciantes y monopolizar las empresas de transporte privado ilegal, junto con el acceso a bienes inmuebles, conexión a Internet, electricidad y otros recursos. Estos grupos tienen su origen en los escuadrones de la muerte que surgieron en la década de 1960 para actuar como asesinos a sueldo bajo la dictadura militar. Para la década de 1980, estos grupos ya dominaban varios sectores, consolidados por el terror y, durante la década siguiente, consiguieron la connivencia de concejales, diputadxs y alcaldes/as electxs en varias ciudades de Río. No sólo operan “donde el estado no llega”—sino que representan la simbiosis entre el crimen organizado y el estado. La corrupción que surgió de los 14 años de gobiernos del PT no se puede comparar con los 50 años de actividad de estos grupos—que ayudaron a la familia Bolsonaro a asegurar sus posiciones como parlamentarios y a Jair Bolsonaro como presidente.
Combinando doctrinas militares distorsionadas, oscurantismo mezclado con una agenda ultraneoliberal y estrategias de campaña importadas de Steve Bannon y sus compinches, Bolsonaro introdujo una nueva forma de gobernar—gobernar para destruir—rebajando la democracia brasileña a niveles similares a los de 1964. El secretario de cultura ha citado a Joseph Goebbels en un discurso televisivo, entre otras alusiones al régimen nazi. Bolsonaro es un fuerte competidor en el campo del populismo global, y Brasil es el mejor candidato para ser el nuevo epicentro de este virus letal y su culto a la muerte.
“¿Y Qué?”
No es de extrañar que un presidente que defiende la dictadura militar, la tortura y los escuadrones de la muerte y mantiene estrechas relaciones familiares con las milicias, trate una crisis de salud que mata a cientos de miles con total indiferencia. Cuando la pandemia golpeó Brasil, Bolsonaro siguió el mismo guion que su maestro, Donald Trump. Primero, restó importancia a los riesgos de la enfermedad y contradijo a científicxs e instituciones sanitarias; luego, se opuso al cierre de negocios y otras medidas de confinamiento, negándose a trabajar con otrxs miembros del gobierno o a entregar fondos a los estados y ciudades para contener la enfermedad. Cuando se le preguntó sobre el número de muertes, sorprendió a la opinión pública con respuestas como “¿Y qué?” y “No soy un sepulturero”. En un momento en que la gravedad de la pandemia era innegable, promovió el uso de hidroxicloroquina como droga milagrosa, al igual que su ídolo en Estados Unidos. Su gobierno propuso un subsidio mensual de R $ 200,00 para lxs trabajadorxs desempleadxs o lxs trabajadorxs que no pudieran trabajar informalmente durante el período de aislamiento—y luego, cuando lxs parlamentarixs de izquierdas aprobaron una nueva propuesta de R $ 600,00, Bolsonaro se atribuyó el mérito y ganó popularidad entre los grupos y regiones más pobres de Brasil . En agosto de 2020, con 3,5 millones de personas infectadas, Bolsonaro continuó difundiendo desinformación alegando que “la mayoría de la población es inmune al coronavirus”. Respecto a la muerte de más de 100.000 personas, dijo “Sigamos con la vida”.
En otras décadas, lxs estadistas que se enfrentan a una pandemia harían discursos vacíos en el sentido de que proteger a la población es la máxima prioridad. Hoy en día, vemos líderes populistas de extrema derecha que se enorgullecen de hablar con “autenticidad”, estupidez “sin filtros” y “sin demagogia”. Líderes como Bolsonaro y Trump rompen con el decoro que antes se esperaba de quienes ostentan un cargo o aparecen en los medios de comunicación. Proclaman abiertamente su ignorancia sobre campos específicos de la gestión económica (“¡No soy un economista!”) O complacen a sus bases con vulgaridades racistas, misóginas y clasistas. Encarnar este aire de “novedad”, “antisistema” y “autenticidad” es aventurarse donde ni siquiera llegan las figuras políticas más importantes de la izquierda o la derecha.
Tumbas en el cementerio de Vila Formosa en São Paulo, el más grande de América Latina.
Junto a las amenazas de enviar tropas para cerrar la Corte Suprema y otras declaraciones sensacionalistas, mientras otros gobiernos introdujeron confinamientos forzosos y ley marcial, el gobierno federal de Brasil organizó su propia versión de extremismo, permitiendo la muerte a escala genocida. No se trata sólo de ignorar la ciencia, sino de utilizar la gestión científica para implementar la eugenesia y el genocidio específicos. Al aceptar que el 70% de la población contraería “inevitablemente” el COVID-19, Bolsonaro y su gobierno han arriesgado hasta dos millones de bajas, principalmente entre aquellxs que ya están en riesgo debido a su clase, edad, género, etnia y localidad.
Ante esto, los movimientos de transformación social deben mostrar lo que significa ser verdaderamente rebeldes, reivindicando herramientas de lucha que han sido apropiadas y distorsionadas por nuestrxs enemigxs. Las bases populistas están rechazando instituciones que, en el cambio de siglo, sólo lxs anticapitalistas se atrevieron a cuestionar. Un lema de los movimientos antiglobalización, “¿odias a los medios? Sé los medios”, se ha corrompido en una versión de derechas basada en desacreditar hechos verificables y difundir información falsa para lograr objetivos políticos. Desafiar la forma en que los conglomerados farmacéuticos monopolizan el campo de la ciencia ya no es un paso hacia el aumento del acceso popular al conocimiento, sino un medio para promover un oscurantismo potencialmente letal. Ahora, lxs que buscan subvertir las instituciones políticas no son iniciativas políticas autoorganizadas, sino lxs que buscan establecer una forma de gobierno basada en rumores y autoritarismo.
Cuando imaginamos un futuro más allá de la democracia capitalista, debemos imaginar una revolución social y el fin de las clases sociales, lo que implica una confrontación permanente con todas las jerarquías—no sólo con las figuras manifiestamente autoritarias como Trump, Bolsonaro y Orbán. La alternativa será un estado aún más brutal y desigual, arrodillado sobre nuestros cuellos para siempre mientras luchamos por respirar.
IV. Solidaridad y Ataque en la Era COVID-1984
“… La recomposición estatal progresiva fue un paso atrás. Un revés. Para quienes confían en la emancipación colectiva, el punto de referencia debe ser siempre el nivel más alto alcanzado por la lucha social, y nunca lo que es posible lograr. Lo posible es siempre el Estado, el partido, las instituciones existentes. Pero la emancipación no puede detenerse ahí.”
–Raul Zibechi e Decio Machado, Os Limites do Progressismo
“La historia olvida a lxs moderadxs.”
–Andrew Bird
Desde las elecciones de 2018, la gente y los movimientos sociales se han preguntado qué forma tomaría la resistencia radical al gobierno de Jair Bolsonaro. ¿Cómo resistir a un enemigo que parece transformar toda controversia en impulso y toda resistencia en pretexto para una mayor represión? ¿Cómo movilizar una oposición que no sea incapacitada por una izquierda pacificadora y conciliadora que se ha acostumbrado a la gestión estatal, viendo la revuelta popular como una amenaza al orden con el que se identifica? Algunos episodios han demostrado que muchas personas están dispuestas a dar el primer paso—por ejemplo, en 2019, cuando lxs antifascistas se enfrentaron con grupos que celebraban el aniversario del golpe militar de 1964.
Durante los primeros meses de la pandemia, las mejores respuestas surgieron en las actividades diarias de los movimientos sociales, lxs antifascistas y lxs ultras del fútbol organizadxs que se enfrentaron y bloquearon las acciones que tuvieron lugar en las calles a favor del gobierno, lxs repartidorxs que organizaron huelgas sin precedentes en todo el país y lxs residentes de favelas y okupas que organizaron acciones solidarias. Vemos un modelo prometedor en estos ejemplos de ayuda mutua entre pobres y excluidxs y de acción directa frente al orden reinante y quienes lo apoyan. Tales luchas no se limitaron a lo que lxs políticxs consideran posible—que es simplemente la gestión catastrófica del desastre. No esperaron, sino que hicieron frente a la situación, rechazando quedarse paralizadxs. Por esto es por lo que apostamos.
“¡Fuera Bolsonaro—somos la resistencia!” Antifascistas en Porto Alegre, 17 de mayo de 2020.
Recuperar las Calles: Antifascistas y Ultras del Fútbol
“Sin el carácter jerárquico, hegemónico del Estado, que monopoliza el uso de la fuerza, la economía, la ideología oficial, la información y la cultura; sin los omnipresentes aparatos de seguridad que penetran en todos los aspectos de la vida, desde los medios de comunicación hasta el dormitorio; sin la mano disciplinaria del estado como Dios en la Tierra, ningún sistema de explotación o violencia podría sobrevivir.”
–Dilar Dirik, Democracia radical: la primera línea contra el fascismo
La lucha antifascista que surgió en los medios y en las agendas de estos movimientos no se veía en Brasil desde hacía décadas; hubo una amplia cobertura de las protestas, pero también amenazas de criminalización y represión. A partir de 2015, la derecha amplió su presencia en las calles con marchas los domingos para exigir la destitución del PT y luego, en 2018, para elegir a Bolsonaro. Después de las elecciones, los grupos de derechas revisaron nuevamente este modelo, realizando “protestas” a favor del gobierno. Las organizaban los fines de semana, para no obstaculizar entre semana la circulación de vehículos y el comercio—al contrario que los movimientos anticapitalistas, que se organizan con el objetivo de paralizar la circulación en las ciudades, durante las horas punta, en mitad de la semana.
Este no fue un triunfo de la organización de las bases de derechas; más bien, se realizó con el apoyo directo de la policía y las agencias de seguridad. Archivos de la policía militar filtrados a la prensa mostraron que la policía ordenaba tratar las manifestaciones oficialistas como inofensivas, elogiándolas incluso cuando violan medidas de salud como el mandato de usar mascarillas. Si bien es inconstitucional discriminar las manifestaciones políticas sobre una base ideológica, vinculando a determinadas organizaciones e incluso partidos políticos a delitos como el vandalismo, la policía ni siquiera monitoreó las acciones de la derecha, mientras que las protestas de la oposición fueron calificadas como una “amenaza al orden” y reprimidas por medio de la fuerza. Una vez más, vemos en acción las líneas de exclusión en la forma en que la represión se concentra en las manifestaciones populares de izquierdas, la periferia, lxs negrxs y la mayoría pobre, mientras lxs policías escoltan, protegen y se sacan fotos con lxs partidarixs de Bolsonaro, en su mayoría blancxs, de barrios exclusivos, en caravanas de vehículos de lujo. El estado busca determinar qué acciones políticas ganarán espacio en las calles y cuáles serán aplastadas.
Desafiando esto, lxs ultras del fútbol y lxs trabajadorxs precarixs organizaron varias manifestaciones públicas en 2020. El 3 y 17 de mayo, lxs antifascistas en Porto Alegre interrumpieron las protestas bolsonaristas que pedían el regreso de la dictadura militar, coreando “Retroceded, fascistas”. Estas fueron—después de muchos meses—algunas de las primeras manifestaciones del año, que desafiaron la hegemonía bolsonarista en las calles.
Como en el resto del mundo, los medios debatieron si era “imprescindible” reunirse en espacios públicos para enfrentarse a las manifestaciones en apoyo a Bolsonaro y a favor de la reapertura de los negocios. Lxs jefxs y expertxs no ven ningún problema en apiñarnos en los autobuses, en las colas, en los trabajos precarios y servicios de reparto, que se han ido expandiendo mientras sufrimos el virus y las privaciones—por lo que consideramos necesario unirnos, para bloquear a lxs defensores de este sistema económico asesino y la circulación de mano de obra y bienes de consumo.
Ultras del fútbol en la Av. Paulista en São Paulo, el 31 de mayo de 2020.
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Un repartidor se une a la primera línea de las protestas contra la represión policial.
El 9 de mayo, unxs 70 ultras del Corinthians en la ciudad de São Paulo organizaron una pequeña acción al mismo tiempo y en el mismo lugar que un mitin progubernamental. La acción bloqueó la protesta bolsonarista; esto, junto con imágenes de algo similar sucediendo en Porto Alegre el 17 de mayo, llamó la atención en las redes sociales y sacó a más gente a la calle. Ultras de diferentes equipos de fútbol salieron a las calles de São Paulo para frustrar las protestas de lxs simpatizantes del presidente el 31 de mayo, día en que estas acciones se extendieron a escala nacional. Ultras de Gaviões da Fiel, uno de los grupos más grandes del país, con una historia política que se remonta a los peores años de la dictadura, convocó manifestaciones con grupos de ultras rivales como Palmeiras, São Paulo y Santos. Este momento de unidad entre diferentes clubes de fútbol y otros grupos antifascistas atrajo una multitud casi diez veces mayor que la del bando bolsonarista. La policía intentó formar filas para mantenerlxs aisladxs, pero el enfrentamiento se produjo cuando lxs antifascistas respondieron a las provocaciones de lxs manifestantes que portaban banderas estadounidenses y banderas del grupo neonazi ucraniano Pravy Sektor. La policía intervino atacando a lxs antifascistas y protegiendo a lxs neonazis en la Avenida Paulista. Lxs antifascistas resistieron, levantaron barricadas y bloquearon carreteras durante mucho tiempo.
Las escenas tuvieron repercusión en todo el país, especialmente una foto de un repartidor gig, lanzando piedras a la policía. Bajo el lema ”Somos Democracia”, coreado por muchxs participantes, se difundió este ejemplo de oposición combativa y organizada. La ola de revueltas, que se extendió por los Estados Unidos después del asesinato de George Floyd el 25 de mayo, fortaleció aún más las protestas antirracistas en Brasil. Las barricadas que aparecieron el 31 de mayo mostraron que las luchas contra el racismo, los gobiernos que coquetean con el fascismo y sus lacayxs represivxs son fundamentalmente lxs mismxs del norte al sur del globo.
twitter.com/Antimdia1/status/1267870123039305731
Este tuit muestra a lxs antifascistas en São Paulo enfrentándose a nacionalistas con símbolos neonazis ucranianos y banderas de Estados Unidos. La Policía Militar protege a lxs nacionalistas.
En total, el 31 de mayo tuvieron lugar protestas en más de 15 ciudades. En Río de Janeiro, anarquistas y antifascistas acudieron para enfrentarse a una acción pro-Bolsonaro en Copacabana, y se produjeron enfrentamientos físicos entre antifascistas y nacionalistas. En Belo Horizonte, las acciones también comenzaron con pequeñas convocatorias y se convirtieron en grandes manifestaciones. En muchos casos, fue posible bloquear, retrasar o incluso evitar las caravanas que apoyaban a Bolsonaro y exigían la reapertura de los negocios. Lxs ultras de Resistência Alvinegra hicieron la primera convocatoria de concentración en la Praça do Papa; las manifestaciones semanales que comenzaron con una docena, se convirtieron en miles de personas el 31 de mayo y el 7 de junio, con muchxs simpatizantes y movimientos sociales marchando para bloquear las caravanas de derechas, portando banderas y entonando canciones antifascistas, en homenaje a George Floyd y también a João Vitor y Rodrigo Ciqueira, que habían sido asesinados por la policía en Río de Janeiro, así como a la concejal y militante feminista negra Marielle Franco, asesinada en 2018 por milicianos.
En las siguientes semanas, más ciudades se sumaron a estas protestas. En Salvador, la ola de protestas en Brasil y Estados Unidos inspiró a grupos como Reação Antifascista Salvador, clubes de fútbol organizados, sindicatos y Quilombos para organizar una manifestación multitudinaria el 7 de junio. En Curitiba, una manifestación que contó con una masiva participación de antifascistas, marchó por el centro de la ciudad el 1 de junio, quemó la gigantesca bandera nacional frente al palacio de gobierno y se enfrentó con la policía.
A pesar de todos sus problemas y conflictos internos, los clubes de fútbol poseen una enorme capacidad para movilizar a las personas y facilitar el diálogo entre los diferentes sectores de la sociedad. Vemos esto en el ejemplo reciente de grupos de ultras del fútbol de Chile, defendiendo en primera línea las protestas de 2019. En 2013, la okupación en defensa del Parque Gezi en Estambul, en Turquía, también atrajo a ultras rivales que dejaron a un lado sus diferencias para defender el parque y a la gente que ocupaba la Plaza Taksim. En su Manual Antifa, Mark Bray sostiene que “algunos de los enfrentamientos antifascistas más feroces han ocurrido en el contexto del fútbol”. Esta tradición se remonta a la década de 1970, cuando los grupos fascistas usaban clubes y partidos de fútbol como lugar para reclutar nuevxs miembros y lxs antifascistas respondieron para evitarlo.
Desafortunadamente, las protestas disminuyeron, especialmente en São Paulo, la ciudad en la que participaban las organizaciones de fútbol más importantes. Tras los enfrentamientos del 31 de mayo, el gobierno estatal y funcionarixs policiales intentaron mediar entre lxs antifascistas y lxs organizadorxs de mítines progubernamentales para que no volvieran a organizar protestas simultáneas en la Avenida Paulista. Movimientos como el “Povo Sem Medo”, vinculado a Guilherme Boulos, el candidato de izquierdas a la alcaldía, la red Somos Democracia y otros movimientos negros decidieron respetar la decisión judicial que prohibía que el 7 de junio se realizaran concentraciones en el mismo lugar y a la misma hora. No tenía sentido organizar una contraprotesta contra lxs fascistas sin poder enfrentarse a ellxs.
twitter.com/crimethinc/status/1269707749434314752
La reacción tomó otras formas en otros estados. Los partidos de fútbol se celebraban sin público, pero a los clubes de fútbol se les permitía decorar el estadio con sus banderas. En Belo Horizonte, sin embargo, la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF) prohibió la entrada a lxs miembros de Resistência Alvinegra después de que mostraran una bandera con la imagen de Marielle Franco y la palabra “Antifa”, la misma bandera que había estado presente en las calles, en las protestas de los meses anteriores. La explicación de la CBF hizo patente que, según sus reglas, la palabra “antifa” es lo mismo que expresiones racistas y xenófobas.
Grandes banderas antifascistas prohibidas en el estadio Mineirão.
El miedo de las autoridades a las expresiones y movimientos combativos es evidente. Hemos visto una ola de levantamientos en América Latina, con Ecuador, Colombia y Chile en contra de la violencia policial, el coste de vida y las medidas de austeridad neoliberal. Parte de la izquierda brasileña y muchxs anticapitalistas se inspiran en esas luchas y se preguntan si los levantamientos también podrían comenzar aquí. El propio Jair Bolsonaro indicó en 2019 que el gobierno siente aprensión por la ola de protestas en los países vecinos; en 2020, mostró su preocupación por la radicalización de las calles y su miedo a que Brasil “se convierta en un Chile” como respuesta a los efectos de la crisis social generada por la pandemia. Sin embargo, las maniobras del gobierno indican un deseo de imitar el modelo neoliberal chileno, dando total libertad a lxs capitalistas para intensificar la explotación laboral y ambiental mientras el Estado reduce los servicios sociales para la población. De hecho, tanto la crisis provocada por la pandemia como los homicidios perpetrados por policías han generado protestas y enfrentamientos, como el que se produjo el 15 de junio después de que agentes policiales, que trabajaban como guardas en la seguridad privada, asesinaran al joven Guilherme Guedes.
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Bolsonaro y sus legisladorxs aliadxs intentaron imitar a Donald Trump, declarando a lxs antifascistas “amenaza terrorista nacional”. Puede que no utilicen realmente la ley para prohibir el antifascismo, pero la historia nos enseña que Bolsonaro puede lograr su objetivo directamente, catalizando a sus bases hacia la violencia callejera. Grupos de extrema derecha ya están haciendo el trabajo sucio legitimado por el discurso del presidente: invadiendo hospitales para tratar de “probar” que, como insinuó Bolsonaro, no están llenos de pacientes, profanando ataúdes para comprobar los rumores que afirman que no hay muertxs sino sólo piedras dentro de ellos, para simular funerales, agrediendo a lxs profesionales sanitarixs en los hospitales u organizando protestas en contra de invertir más recursos para ayudar a lxs pacientes. Vimos grupos como “300 Pelo Brasil” (300 para Brasil) acampando en Brasilia y marchando hacia la Corte Suprema con antorchas y una estética explícitamente inspirada en la movilización fascista “Unite the Right” que tuvo lugar en Estados Unidos en agosto de 2017. A pesar de sufrir algunas detenciones, tanto lxs “300” (que no tienen más de 30 miembros) como otros grupos menos organizados, muestran que el impacto del gobierno de Bolsonaro va más allá del daño que pueden hacer las instituciones estatales—está llevando el fascismo organizado y el racismo a las calles.
Fanáticxs de Bolsonaro que emulan a lxs peores fanáticxs de Trump, 31 de mayo de 2020.
Pero en todas partes en las Américas, la gente está enviando un mensaje claro: no toleraremos el auge del fascismo, ni los asesinatos perpetrados por la policía, la institución más fascista de nuestra sociedad. Las calles no son de quienes “protestan a favor del gobierno” y hacen el trabajo sucio que la policía (todavía) no puede hacer frente a las cámaras. Continuaremos tomando las calles, junto con ultras del fútbol y otrxs, incluso cuando los partidos tradicionales y los movimientos sociales no tengan el valor de unirse a nosotrxs.
Bloqueo de las Aplicaciones: “Huelga de Apps” en la Economía Gig
“Nadie en el mundo, nadie en la historia, ha obtenido su libertad apelando al sentido moral de las personas que lxs oprimían.”
-Assata Shakur
Durante la pandemia, lxs trabajadorxs organizaron huelgas para frenar el deterioro de los derechos de lxs trabajadorxs y las condiciones laborales. Consideradxs esenciales, pero con exceso de trabajo y sin ningún tipo de EPI o material de protección, lxs trabajadorxs de sectores cruciales como el metro y el servicio postal participaron en huelgas exitosas. Las asociaciones de inquilinxs también se unieron para convocar una huelga de alquileres, que captó menos atención de la prensa, pero siguió desempeñado un papel crucial. Un nuevo grupo se destacó por su tamaño, fuerza y creatividad organizativa al unirse para desafiar a uno de los negocios más exitosos durante la pandemia: Entregadores Antifascistas, “Repartidorxs antifascistas”.
Lxs profesionales que trabajan con sus propias bicicletas o motocicletas para aplicaciones de entrega de alimentos y similares, vieron un aumento significativo en la demanda de sus servicios. Su trabajo se declaró esencial para que otrxs pudieran quedarse en casa. Mientras tanto, quienes no pudieron quedarse en casa, como los nueve millones de personas que acabaron desempleadas en el primer semestre de 2020, intentaron ganarse la vida en el mercado laboral informal—que ya empleaba a más del 40% de la mano de obra brasileña. Empresas internacionales como Uber y Rappi y la brasileña Ifood han crecido hasta un 50%, absorbiendo servicios y acogiendo multitud de trabajadorxs despedidxs de empresas que interrumpieron sus actividades o quebraron debido a la pandemia, hecho que elevó la tasa de desempleo del país al 13,3%. Sin embargo, más pedidos no significaron más ingresos para lxs que trabajan. Además de recibir menos sueldo, lxs repartidorxs de estas aplicaciones estaban sujetxs a mayores riesgos para la salud.
El grupo Entregadores Antifascistas surgió por primera vez en São Paulo para oponerse a la lógica oportunista de los negocios digitales que individualizan las relaciones laborales. Galo, quien se convertiría en uno de lxs miembros fundadores, grabó un video en su cumpleaños en marzo de 2020 en el que expresó su frustración, después de ser bloqueado por la aplicación por no poder completar una entrega debido a un pinchazo. El video se volvió viral y esto lo animó a hacer una petición exigiendo comidas, equipo de protección y otros derechos básicos que niegan las empresas que tratan a lxs repartidorxs como si fueran “emprendedorxs” y “socixs” en lugar de empleadxs (hasta tal punto que las empresas afirman que ellxs son empleadxs de lxs usuarixs). Recibió más de 600.000 firmas. Cuando otrxs se unieron a la causa a nivel nacional, el grupo se unió bajo el nombre de Entregadores Antifascistas como un sindicato informal y un movimiento con el objetivo de convertirse en una cooperativa autónoma. Decenas de ellxs participaron en las protestas antifascistas del 7 de junio, cuando realizaron un video llamando a otrxs repartidorxs a sumarse al movimiento.
Entregadores Antifascistas en las protestas antifascistas del 7 de junio de 2020.
Después de asistir a las protestas de los grupos de ultras del fútbol y los movimientos antifascistas, el grupo convocó una huelga de un día (la “Breque dos App”) el 1 de julio, para que ese día no se usaran aplicaciones de repartos. Esta huelga nacional de mensajería se llevó a cabo en trece estados, exigiendo el derecho a mejores salarios y condiciones laborales. La única forma de obstaculizar las medidas punitivas de las empresas, hacia los grupos o personas que participaron, fue intensificar aún más el movimiento. Bloquearon avenidas con cientos de motocicletas y las principales oficinas de las empresas de aplicaciones de mensajería. Una segunda huelga tuvo lugar el 24 de julio.
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El ejemplo de Entregadores Antifascistas muestra cómo la “uberización” de los convenios laborales intensifica la precariedad de lxs empleadxs en medio de la informalidad ya dominante. Quienes venden su fuerza de trabajo no son empresarixs autónomxs en igualdad de condiciones con las empresas que los emplean. En palabras de Galo, “No somos empresarixs, ¡somos mano de obra!” Al volverse dependientes de estas aplicaciones y sus algoritmos, lxs trabajadorxs sólo han perdido el control. Sigue existiendo la vieja división de clases entre élite y proletariado, empresarixs y empleadxs. La modernización introducida por estas empresas y su “economía gig” es un feudalismo digital que aprovecha la falta de regulaciones para acabar con los salarios fijos, los derechos laborales, la seguridad laboral y la jubilación, pagando sólo a conductorxs, mensajerxs y otrxs trabajadorxs de estas aplicaciones, por los kilómetros que recorren o por las entregas que realizan, sin reglas establecidas. Sólo una lucha de base construida desde abajo, que permita que individuxs dispersxs y aisladxs se unan para crear un lenguaje de lucha, puede golpear, causar daños a la patronal y lograr cambios reales.
Acciones Solidarias y Apoyo Mutuo: ¡Nos Cuidamos!
Además del impacto directo en la salud y la vida de millones de personas, los pronósticos indican que la pandemia someterá al hambre a 66 millones más de personas en todo el mundo. En Brasil, además de los nueve millones de puestos de trabajo perdidos, el hambre ha sido uno de los primeros problemas que ha surgido con la economía parcialmente cerrada y muchas personas quedándose en casa. La administración de Bolsonaro contribuyó a crear esta situación: en su primer acto como presidente, Bolsonaro acabó con organizaciones encargadas de combatir el hambre, como el Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Consea). Al año siguiente, dijo a miembros de la prensa internacional que “No hay hambre en Brasil”.
Junto con la crisis sanitaria y económica, hubo un aumento de hasta un 40% en el precio de los alimentos. En São Paulo, por ejemplo, lxs productorxs vieron una caída de hasta un 80%, en la venta de verduras a bares y restaurantes en los primeros meses de la pandemia. Hasta un 70% de algunos productos se tiraban a la basura mientras miles de personas en las ciudades no tenían forma de alimentar a sus familias. La lógica del mercado hace que lxs productorxs tiren los alimentos en lugar de compartirlos con lxs que pasan hambre y dificulta la distribución racional de los recursos en tiempos de crisis. Si no hay beneficios, no les conviene llevar comida a quienes más la necesitan.
Muchas empresas han intentado hacer publicidad disfrazada de caridad, donando productos alimenticios procesados e industrializados, para que su marca se mencione en los reportajes de televisión. Utilizaron el periodismo corporativo brasileño para ocupar minutos millonarios en prime time, obteniendo publicidad gratuita y una imagen de “solidaridad” para sus marcas.
Por el contrario, entre marzo y julio, el MST (Movimiento de Trabajadores Sin Tierra) logró donar 2300 toneladas de alimentos a comunidades de todo el país. La agricultura familiar es responsable de hasta el 80% de la producción de frutas y el 60% de las verduras que consume la población. El MST utilizó el mismo modelo para producir y vender alimentos por debajo del precio de mercado, donando a escala nacional, durante la pandemia, arroz, frijoles, piñones, yerba mate, harina de maíz, frutas y verduras.2
Tres toneladas de alimentos que donó el MST durante la pandemia.
Otras iniciativas demostraron los principios anarquistas de ayuda mutua en las periferias urbanas, en okupas y en las favelas, distribuyendo alimentos e incluso realizando labores de desinfección comunitaria. En Paraisópolis, una de las favelas más grandes de São Paulo, lxs residentes organizaron su propia red de atención médica, capacitando y equipando a 240 residentes en 60 bases para que pudieran ofrecer primeros auxilios en caso de emergencia. Además, distribuyeron comida para apoyar a lxs enfermxs, a lxs que se quedaban en casa sin poder trabajar y a lxs que no tenían otra opción que salir para ganarse la vida.
La solidaridad no es un servicio ni un “trabajo”—sino una forma de cambiar el mundo juntxs. Ha sido una actividad esencial para todo movimiento revolucionario a lo largo de la historia. Las personas educadas dentro del capitalismo sólo conocen el modelo de escasez creado por los derechos de propiedad individualizados. En las crisis de salud o económicas, creen que la solución es una competencia aún más intensa por los recursos, por el dinero, incluso por la salud misma. Sólo acciones directas, voluntarias, de apoyo mutuo y autónomas pueden superar esta tendencia a la competencia y el aislamiento.
Compañerxs de la Federación de Organizaciones Sindicales Revolucionarias de Brasil (FOB) argumentan que la Gripe española, la última pandemia mundial, puede enseñarnos valores anticapitalistas para la crisis actual. Hace un siglo, la gripe española mató a más personas que los cuatro años de la Primera Guerra Mundial. Devastó ciudades brasileñas, matando a 35.000 personas, cuyos cuerpos se amontonaron en las calles y en fosas comunes en ciudades como Río de Janeiro. Durante este período, estalló la primera huelga general significativa, la Huelga General de 1917—seguida de la Insurrección Anarquista de noviembre de 1918 en Río de Janeiro, que finalmente consiguió importantes derechos para toda la clase trabajadora. Ambos fueron liderados por los movimientos sindicales anarquistas que eran hegemónicos en ese momento.
Miembros de la FOB en una acción de desinfección comunitaria. “Sólo al pueblo salva al pueblo”
Mantenerse sano es una tarea tanto defensiva como ofensiva, como la organización que vimos durante las protestas contra el racismo y la policía en Estados Unidos y en los movimientos de okupación de plazas y edificios en los años anteriores. Necesitamos formas de cuidado que alimenten a las clases oprimidas mientras socavan el estado y el capitalismo—no sólo una muleta para compensar la intencionada precariedad de sus servicios. Lxs ultras del fútbol ya han aprendido esta lección, organizando la distribución de cestas de comida en las protestas.
Las pandemias, los conflictos sociales y la solidaridad entre lxs pobres y lxs excluidxs no son nada nuevo en estas tierras. Actuando con una perspectiva revolucionaria, los colectivos y movimientos pueden hacer más que simplemente “llenar” el vacío de los servicios estatales. Pretendemos mostrar que nuevas relaciones y principios pueden resolver los problemas causados por la tiranía capitalista y superar la lógica que los origina.
Conclusión: ¿Hacia la “Vieja Normalidad”?
“Para nosotrxs, la política es otra cosa. Estas son las palabras de Omama y el pueblo Xapiri que nos dejó. Estas son las palabras que escuchamos en el momento de los sueños y que preferimos, porque son nuestras. Lxs blancxs no sueñan tanto como nosotrxs. Duermen mucho, pero sólo sueñan con ellxs mismxs.”
–Davi Kopenawa Yanomami, “A queda do céu”, 2016
“Cuando lxs ingenierxs me dijeron que iban a utilizar tecnología para recuperar el río Doce, me pidieron mi opinión. Respondí: ‘Mi sugerencia es muy difícil de poner en práctica. Porque tendríamos que detener todas las actividades humanas que afecten el cuerpo del río, cien kilómetros a lo largo de las orillas derecha e izquierda, hasta que vuelva a la vida ‘. Entonces uno de ellxs me dijo: ‘Pero eso es imposible’. El mundo no puede detenerse. Y el mundo se detuvo.”
–Ailton Krenak, “O Amanhã Não Está à Venda”, 2020
A pesar de los consejos y la sabiduría ancestral del pueblo krenak, el capitalismo no se ha detenido, aunque hemos visto el efecto de la breve desaceleración en la actividad económica e industrial de las grandes ciudades durante algunos momentos del confinamiento. Aun así, no hay una “nueva normalidad”. La próxima normalidad no será “nueva”, sino más bien una reedición de la vieja corrupción, codicia, autoritarismo y crisis de un sistema condenado a hacer de la crisis su forma de gobierno.
Vimos a Donald Trump perder las elecciones en Estados Unidos ante otro racista y sexista que eligió a un policía como su vicepresidente. Como se predijo, el 6 de enero de 2021 vimos a Trump intentar oponerse a la derrota en las urnas, exhortando a sus bases a invadir el Capitolio. La derrota de Trump afecta directamente al futuro de la política exterior de Bolsonaro, que siempre está subordinada a los intereses imperialistas estadounidenses en América Latina. El presidente brasileño es el último partidario declarado que queda de los delirios de Trump, reproduciendo su narrativa de fraude electoral y siendo prácticamente el único jefe de Estado que justifica la invasión fascista del Congreso de Estados Unidos el 6 de enero. Bolsonaro insinúa que habrá fraude electoral en 2022, emulando el discurso de Trump, para prepararse para disputar su derrota en las urnas.
En uno de los muchos escándalos que involucran a Bolsonaro y su gobierno, 7,5 millones de reales (U$ 1,4 millones) recaudados para producir pruebas de COVID-19, se entregaron a una organización en la que participa la esposa del presidente y el vicepresidente del gobierno en el Senado. La nueva normalidad, ya sea con respecto a la pandemia o al populismo de Bolsonaro, es similar a la normalidad en otros gobiernos y crisis. Lo mismo ocurre con los negocios: 33 brasileñxs se hicieron multimillonarixs y lxs súper ricxs vieron crecer sus fortunas durante la pandemia, mientras que más de la mitad de la población activa está desempleada por primera vez en la historia del país. La gente muere sin atención ni exámenes médicos, mientras lxs gerentes corruptxs llevan una vida de lujo financiada con dinero destinado a combatir el coronavirus.
La historia no sigue una línea recta de “progreso natural”. Los espectros tiránicos que algunxs creen que quedaron atrás con la llegada de la modernidad, continúan acechándonos como el “bacilo de la peste” del que nos advirtió Albert Camus. No libramos al mundo de los fantasmas totalitarios y oscurantistas, ni de las pandemias infecciosas; ambos nos amenazan de la misma manera que hace siglos. Como el auge del fascismo, las epidemias venideras ya están en marcha; según lxs expertxs, pueden ser provocadas por virus contenidos en biomas amenazados, como el Amazonas. El desastre en el que vivimos y que conecta a todxs en el mundo de hoy, no es un capítulo discontinuo de la historia. Es producto de la explotación capitalista y la agroindustria, la domesticación y la devastación de la vida animal y vegetal, desde el nivel cósmico al microbiológico. Las fuerzas autoritarias que están capitalizando este momento para refinar sus tácticas y hacer sus leyes más brutales, ya habían surgido en las últimas décadas; el populismo nacionalista de derechas se extiende por todos los continentes, proyectando su sombra sobre todxs nosotrxs. Desde políticxs como Trump y Bolsonaro hasta grupos autoritarios como el Estado Islámico y grupos fascistas, lxs autoritarixs apuntan a dividir el mundo en una guerra civil global nacionalista.
A diferencia de gran parte de la izquierda, que anhela una “nueva normalidad” en lugar de prestar atención a los trastornos que ya estaban en marcha, creemos que, si no usamos nuestras habilidades para fortalecer nuestras comunidades y nuestra capacidad organizativa para la lucha social, lxs fascistas, los gobiernos y las milicias nos superarán en el desarrollo de las suyas. Las acciones solidarias entre comunidades y la lucha contra el fascismo en las calles presagian posibles escenarios para cualquier lucha antiautoritaria, ahora o en el futuro; los medios por los que buscamos un mundo nuevo ya muestran cómo debería ser ese nuevo mundo. Aquellxs que se organizan en sus barrios y en el campo para producir alimentos, no pasarán hambre cuando los centros del capitalismo se enfrenten al colapso global. Quien promueva la solidaridad, no tendrá que competir por los escasos recursos de un sistema que individualiza y concentra la propiedad. Quien se organice en la autodefensa, no estará a merced de la policía, los ejércitos y otrxs mercenarixs, rogando que se le defienda de lxs agresorxs fascistas.
La invasión europea de esta tierra en el año 1500 generó varias pandemias mortales en las Américas—que lxs europexs a menudo usaron intencionadamente como armas biológicas. Probablemente lxs incas, guaraníes, krenaks y mapuches que habitaban esta tierra también se preguntaron: “¿Cuándo volverá todo a la normalidad?” Cinco siglos después, no hemos visto retorno a lo que destruyó el capitalismo. Estos paisajes siempre llevarán las huellas dejadas por todos los mundos que se destruyeron aquí. Si hay algo que podemos aprender del pasado, no es esperar el “retorno” de lo que existió, sino afrontar y superar lo que hoy nos amenaza.
Aquí recordamos la película Serras da Desordem (2016) dirigida por Andrea Tonacci, que mezcla ficción y documental para acompañar a Carapirú, sobreviviente de la masacre que pistoleros infligieron al pueblo Awá-Guaja en 1978. Carapirú vagó solo durante 10 años, viajando 2000 kilómetros. La catástrofe evocada en la película es la pérdida de un mundo sin que otro pueda reemplazarlo. En un momento de la película, leemos el titular de un periódico de la época de un encuentro con Carapirú: “Baila, pinta y ríe. Pero está triste.”
La pandemia era algo que muchxs esperaban como una catástrofe— pero cuando la plaga finalmente llegó, no fue como cualquiera había imaginado. El mundo no se comporta de acuerdo con nuestras expectativas, como ya deberían saber lxs que buscan la revolución. Aún no sabemos y no podemos saber cómo afrontar esta época, porque nuestra forma de vida anterior se ha perdido para siempre. Tratamos a diario de enfrentarnos a lo impensable, de llorar la muerte de familiares, amigxs, extrañxs, de continuar en nuestros trabajos, de sobrevivir, de abrazar a alguien, de enfrentarnos a la destrucción y la angustia. Seguimos intentando estar juntxs, aunque separadxs, absorbiendo las experiencias de individuos y colectivos en este proceso, luchando y aprendiendo a luchar hasta que finalmente podamos respirar de nuevo.
“El bacilo de la peste nunca muere ni desaparece para siempre; puede permanecer inactivo durante años y años en muebles y baúles de ropa blanca; espera su momento en dormitorios, sótanos, baúles y estanterías; y tal vez llegue el día en que, para la ruina y la iluminación de los hombres, vuelva a despertar a sus ratas y las envíe a morir en una ciudad feliz.”
–Albert Camus, La plaga
“Paz para lxs negrxs. Fuego para lxs racistas.”
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“Soy verdaderamente libre sólo cuando todos los seres humanos, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otrxs, lejos de negar o limitar mi libertad, es, por el contrario, su premisa y confirmación necesaria.” –Mikhail Bakunin ↩
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El MST sigue siendo uno de los principales objetivos del gobierno federal y de los estados. En Minas Gerais, el desalojo del asentamiento Quilombo Campo Grande el 13 de agosto desplazó a 450 familias que habían vivido y cultivado esa tierra durante más de 20 años después de que fuera abandonada por su dueño, quien debía una fortuna en impuestos. La policía militar destruyó la escuela comunitaria e incendió los campos, utilizando una táctica similar a la que utilizó el Estado Islámico para expulsar a lxs agricultorxs de sus tierras en Siria ↩