En la siguiente narración, une participante en el encuentro anarquista internacional que tuvo lugar en Saint-Imier, Suiza, en julio de 2023, explora las prácticas políticas y el discurso en torno al género y la sexualidad en el movimiento anarquista contemporáneo.
Por si el siguiente texto pudiera ocasionar algún conflicto con les residentes de Saint-Imier, tened por seguro que cualquier detalle controvertido es seguramente exagerado. Si estás interesade en saber cómo han evolucionado las luchas de género en las últimas dos décadas, puedes empezar por aquí. Para un debate sobre los enfoques anarquistas de la accountability, empieza por aquí. Las ilustraciones son de Aubrey Beardsley.
He hecho cosas guarras en mi vida, seguro. ¿Pero enrollarme con une desconocide en una Zamboni en un pasillo oscuro del recinto de una pista de patinaje sobre hielo cubierta en medio de otres cien anarquistas queers? Eso sucedió allí.
Aunque faltó poco para no llegar a pasar. No me hagas hablar de la extraña rigidez de la cultura anarquista de hoy en día, especialmente con respecto a lo erótico. Claro, todes somos no-monógames (¿lo somos?), todo el mundo es queer ahora (¿lo son?), y nos tomamos en serio cosas como la liberación queer y trans, el consentimiento positivo, el acceso a los servicios de aborto, y así sucesivamente. Bueno, si no como cuestiones políticas, por lo menos como vías para transformar nuestras vidas reales.
¿Estoy siendo “lifestylista”, sugiriendo que el cómo vivimos nuestras vidas hoy realmente importa? ¿Y que el sexo es un terreno por el que merece la pena luchar, que merece la pena luchar por la liberación sexual? O permitidme decirlo de otro modo: perdonad mis metáforas excesivamente militaristas, podéis atribuirlas al anarcopatriarcado. ¿Vale la pena vivir por la liberación sexual? ¿Vivir de otra manera? ¿Vivir como si nuestros cuerpos y nuestro placer realmente importaran? ¿Podría liberarnos de las formas de relacionarnos en las que están atrapadas tanto nuestra cultura dominante como nuestras contraculturas para abrirnos a formas de libertad más amplias?
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Pero me estoy adelantando. Para que quede claro, no acudí a Saint-Imier en busca de citas. Probablemente mucha gente sí, y eso es perfectamente válido, por lo que a mí respecta. Dejemos de fingir que nuestras motivaciones para participar en la lucha revolucionaria no son también eróticas, junto con todas las demás razones. Pero en mi caso, soy un poco más mayor que los románticos veinteañeros que conformaban el grueso de la gente que acudió al encuentro. Vine para inspirarme de nuevo, para relacionarme con anarquistas -especialmente anarquistas queer, pero en realidad con cualquiera que trabaje en proyectos interesantes- de todo el planeta, para intercambiar libros y fanzines, para hacer el tipo de cosas anarquistas serias y adultas que hacemos en conferencias y ferias del libro.
Supongo que eso es lo que soy ahora. Estoy en las charlas, detrás del puesto con los libros, participando en los debates, soy une comprometide y serie anarco-anarquista.1 Llamo a la gente “camaradas” sin ironía. Cuando me lo piden, expreso opiniones mesuradas sobre temas que van desde la lucha armada ucraniana hasta los excesos de los Apelistas y sus críticos. Salivo ante las primeras ediciones de Luigi Galleani en el original italiano. Soy une veterane del movimiento. Me tuteo con militantes de las secciones anarquistas de la Cruz Negra en más de una docena de países. Encajo. Estoy entre les míes, para bien o para mal.
También soy une queer pervertide, claro. Dejo ondear mi bandera queer junto a la negra. Pero después de muchos años intentando integrar los aspectos queer/trans, la erótica colectiva y los aspectos anarquistas de vida, con algunos éxitos y más numerosas decepciones, he dejado que esas esferas de mi vida se separen. Cuando he estado en giras de conferencias anarquistas, he esperado hasta que todes les demás camaradas se han marchado a la cama para escabullirme al club leathersex, volviendo al amanecer para dormir un par de horas antes de levantarme para discutir proyectos editoriales durante el desayuno. En las fiestas de juegos, reuniones de hadas y noches de mazmorras a las que acudo para satisfacer mis ansias de excesos bacanales, no suelo comparar notas sobre traducciones de Bakunin con mis compañeres de juerga. ¡Para mi disgusto!
Aunque no diría que me he rendido todavía, en estos momentos de mi vida no trato de priorizar el intentar salvar la distancia entre la teoría y la práctica en torno a la liberación sexual antiautoritaria. Así que cuando llegué a St. Imier, mi mente estaba en otras cosas.
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Cuando me hice anarquista, hace mucho tiempo, en la época de la antiglobalización -¿os acordáis?-, no había muchos anarquistas que fueran queer, aún menos que fueran trans, y el término no binario todavía no estaba en circulación. Sí, has leído bien. En los años anteriores a ¡Bash Back!, antes de los “puntos de inflexión” trans, antes de la ofensiva de las leyes de guerra cultural de la derecha dirigidas a les jóvenes trans y no binaries, las subculturas anarquistas eran bastante heteronormativas, y si no exactamente de género convencional, ciertamente no tan extendidas como lo serían más tarde. Fuera de unos pocos centros urbanos y de las movilizaciones masivas en las que surgían temporalmente “bloques rosas” o grupos de afinidad queer, podía ser bastante solitario ser anarquista queer.
Hoy, la situación ha cambiado totalmente. Lo que vi en Saint-Imier lo confirmó. Hace unos años, empecé a notar que en las ferias del libro y en otros espacios anarquistas, les jóvenes queer, y especialmente les trans y no binarios, constituían una proporción cada vez mayor de asistentes y participantes. ¿Era sólo una tendencia norteamericana? Resulta que no.
Uno de los aspectos más sorprendentes de la experiencia de estar en Saint-Imier para mí fue ver cómo profunda y radicalmente el espectro de género anarquista y las identidades sexuales se ha ampliado. Todos los espacios estaban llenos de personas visiblemente disconformes con su género, creativamente adornadas con parches en muchos idiomas que denunciaban el patriarcado y promovían la liberación trans y queer. Hubo talleres, debates, encuentros, actos sociales y espacios de acampada dedicados específicamente a las experiencias trans y queer. Aunque les jóvenes son predominantes en las manifestaciones visibles trans y queer, también en el conjunto del encuentro, muchos anarquistas de todas las generaciones desafiaban creativamente el género y enviaban mensajes activos sobre temas trans y queer.
Para mí, observar todo esto a mi alrededor en el encuentro fue una fuente constante de alegría y asombro. No puedo atribuirme ningún mérito por este cambio, a pesar de mis modestos esfuerzos en mis años de juventud, pero me llenó de calor mi corazoncito queer pensar que algunos de mis solitarios esfuerzos por conectar lo queer y el anarquismo por fin han dado algún fruto. O, al menos, que he vivido lo suficiente como para verlos superados por una nueva generación anarquista que está cambiando las cosas mucho más allá de lo que yo había soñado en su momento.
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Permitidme que me retracte un poco. El hecho de que tanta gente reivindicara visiblemente identidades trans/queer o desafiara estéticamente el género no significa necesariamente que mi visión o versión de lo queer tuviera ningún peso en particular. Así es como debe ser, por supuesto -aquí todes somos anarquistas-, pero en mi opinión, hay limitaciones en las corrientes dominantes de la política queer y trans que parecían estar en circulación en Saint-Imier. He aquí algunos ejemplos.
Navegar por las cuestiones de género resultó ser una parte difícil y inspiradora del encuentro, y un lugar permanente de contestación. La traducción fue un reto constante, tanto entre lenguas como dentro de ellas, así como entre marcos de comprensión del género que se solapan y chocan. El acrónimo del día, cortesía del contingente alemán, parecía ser “FLINTA”, que se traduce como mujeres, lesbianas, intersexuales, no binarias, trans (no sé si en alemán llevan asterisco) y personas no binarias. En otras palabras, hombres no cis, más o menos. Una variante, “TINA” -aparentemente acuñada por alguien no versade en la jerga gay norteamericana sobre drogas- excluye a todas las personas cis, incluidas mujeres y lesbianas. Una compleja serie de intervenciones en la infraestructura del encuentro pretendía garantizar espacios y horarios “no mixtos” (creo que es un término originalmente francés), incluidas ciertas zonas para dormir, talleres y aseos.
Una mañana llegué a las duchas con la toalla y el jabón en la mano y me encontré con que, según un cartel escrito a mano junto a la puerta, tendría que esperar media hora a menos que me declarara miembro de la categoría FLINTA. Ya he pasado mi tiempo en las minas de la disforia de género y puedo marcar las casillas correctas si es necesario. Pero me agotaba de antemano la idea de tener que evaluar a les demás evaluándome a mí y a mi cuerpo desnudo para determinar si reunía los requisitos adecuados para las siglas de ese año. Me limitaré a las horas ocasionales en las que no hay control de género en la ducha, gracias. Y -opinión impopular aquí, pero da igual- en realidad me resulta bastante agradable estar rodeade de hombres cis desnudos y chorreantes, así que genial.
Yo no participé en la organización, así que no puedo hablar de cómo se tomaron estas medidas. Algunas se impusieron por decreto, según la vieja tradición anarquista de pegar un trozo de cartón con un mensaje escrito con rotulador que se convierte en política colectiva, al menos hasta el siguiente acto de iniciativa autónoma en el que alguien lo rompa o escriba encima. Personalmente, me hubiera gustado que hubiéramos tenido conversaciones amplias e inclusivas sobre los diferentes marcos de género que traíamos de nuestros territorios de origen; algunas de mis conversaciones más interesantes durante el encuentro se centraron en las luchas por traducir nuestras ideas sobre género y liberación a los distintos idiomas que hablamos, así como las prácticas que preferimos en nuestros espacios colectivos.
En el programa figuraban algunos talleres sobre algunos de estos temas, incluido uno específico sobre el marco “FLINTA”, redactado en un lenguaje apologético que me hizo suponer que ya se habían formulado críticas. Pero, por desgracia, no pude asistir.
Parece que estas acaloradas conversaciones sobre género, espacios seguros, inclusión, identidad y organización están teniendo lugar en todo el mundo, y no es sorprendente que no haya un consenso anarquista sobre la mejor manera de abordarlas. Aunque no todas las prácticas que vi en Saint-Imier relacionadas con el género y el espacio concordaran con mi visión personal, fue alentador vernos a todes luchando colectivamente en torno a ellas, debatiéndolas entre nosotres y tratando de crear cosas diferentes. Me interesa especialmente el proceso por el que tomamos decisiones colectivas en el momento inmediato en torno a cuestiones inevitables relacionadas con los cuerpos, el espacio y la organización colectiva. ¿Cómo podemos respetar la iniciativa individual a la hora de proponer o insistir en determinados planteamientos (¡sí, reina, pon ese cartel!) y reconocer al mismo tiempo que, nos guste o no, les demás no están sujetos a nuestros decretos?
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Al cabo de un par de días del encuentro, se colocó otro cartel en el pasillo que conducía a la zona de servicio de comidas, en el que se decía que, si alguien quería que le sirvieran, debía acudir con el pecho tapado, por exigencia del personal de cocina. Explicaba que, puesto que vivimos bajo el patriarcado, que impone consecuencias diferentes a los distintos géneros cuando van sin camiseta, todo el mundo tenía que llevar la camiseta puesta si quería que le dieran de comer.
Efectivamente, el patriarcado sigue siendo una fuerza en nuestra sociedad y, en cualquier caso, el equipo de cocina que trabajó tan duro para alimentarnos a miles de personas durante esos días podía exigir lo que quisiera, por lo que a mí respecta. Pero me rasqué la cabeza ante ese planteamiento. Para mí, como anarquista, hay dos tipos de privilegios en una sociedad jerárquica:
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cuestiones que son un problema porque nadie debería poder hacerlas, pero algunas personas pueden (por ejemplo, ocupar un espacio desproporcionado en las conversaciones o sentirse con derecho a apropiarse del trabajo de les demás)
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cuestiones que son un problema porque todo el mundo debería poder hacerlas, pero no todo el mundo puede (por ejemplo, caminar con seguridad por la noche o ser tomade en serio en las reuniones).
Estos diferentes tipos de privilegios exigen diferentes estrategias: el primero requiere la abolición, mientras que el segundo requiere la generalización. Creo que ir por ahí sin camiseta debería entrar en esta última categoría. Viniendo de una experiencia queer/trans, ha sido profundamente liberador estar en espacios dónde todas las personas con sus cuerpos no organizados por género, pudieran moverse libremente con o sin ropa según les placiera. Ver a gente con pechos de diferentes formas, cicatrices de cirugía estética, sin pezones, tatuajes y piercings de infinita variedad, sujetadores o blinders o camisetas de tirantes o nada en absoluto, desnudes al sol, ha ampliado enormemente mi sentir sobre las posibilidades de género. Sé que ha sido incluso más liberador para la gente a la que históricamente se le ha impedido o castigado por hacerlo.
Por supuesto, como probablemente ya habrás deducido, este análisis proviene de -o para usar la fórmula de la política de identidad hegemónica aquí, estoy hablando como anarquista queer con asignación masculina no binaria con aspectos de experiencia transfemenina. Estoy ansioso por centrarme en las necesidades y experiencias de las mujeres, femmes y FLINTAs que difieren de las mías en este sentido, aunque me gusta formar parte de la conversación cuando puedo. Pero tengo la esperanza de que, como principios generales, maximizar la libertad y la autonomía y apuntar hacia horizontes prefigurativos y transformadores pueda convertirse en la prioridad de nuestros planteamientos. Las estrategias que imponen más regulaciones sobre cómo usamos nuestros cuerpos, además de contradecir esos principios, también tienen menos probabilidades de éxito, incluso cuando son bien intencionadas: a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer, y menos aún a les anarquistas, y (como vi en Saint-Imier) es probable que la gente desobedezca o al menos se burle de las normas con las que no está de acuerdo y en cuya elaboración no ha participado. Además, aunque las noches suizas eran bastante frescas, por las tardes el sol abrasaba y hacía muchísimo calor en las colas que se formaban para esperar los platos de pan y zanahorias ralladas.
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En este ambiente, incluso tras varios días asistiendo a charlas serias y teniendo contactos anarco-anarquistas, me preguntaba cómo podría o no figurar la sexualidad en el encuentro. Según mi experiencia en encuentros anarquistas y movilizaciones masivos, el enfoque principal ha sido la prevención y la respuesta en torno a la sexualidad como abuso, principalmente a través de discusiones sobre el consentimiento y herramientas para responder a las personas que agreden o cruzan los límites de les demás. Esto es de vital importancia, y en Saint-Imier, un activo pero saturado equipo de cuidados estaba disponible para abordar una amplia gama de conflictos, así como cuestiones relacionadas con la agresión sexual y el consentimiento. Surgieron tantos problemas que, el último día, el equipo se declaró en huelga para protestar contra el exceso de trabajo y el mal trato sufrido por parte de les demás participantes.
Como anécdota, he de decir que no oí hablar en reuniones sobre cuestiones en torno al consentimiento o la agresión, aunque en muchas conversaciones informales con compañeres de diversas regiones, pude enterarme de que cuestiones que han sido un elemento básico de la escena anarquista de América del Norte durante muchos años como la justicia transformadora, la accountability, y el consentimiento están también muy extendidas en todo el movimiento global.
Además, en Saint-Imier, les anarquistas que se identifican como asexuales se hicieron visibles y se esforzaron por trabajar en red y organizarse. Las críticas asexuales a la sexualidad obligatoria y sus consecuencias han demostrado ser un desafío esclarecedor a las nociones de liberación sexual (anarquistas y de otro tipo) que no prestan mucha atención a cómo funcionan realmente el sexo y el poder en nuestro mundo. Los encuentros y talleres asexuales tuvieron lugar junto a un puñado de talleres sobre cuestiones de interés anarquista perennes: poliamor y no monogamia, luchas sobre el aborto y enfoques DIY para la atención de la salud sexual, etc. Pero estos temas fueron bastante menores en relación con otras preocupaciones de la programación.
A pesar de la presencia sustancial de las identidades queer/trans, podría haber parecido que el enfoque de las generaciones anarquistas anteriores sobre la libertad y liberación sexual no estaba en la agenda de la misma manera.
Pero con tantos queers pervertides y coquetes deambulando durante cinco días, tal vez fuera inevitable que otras corrientes pasaran a primer plano. En honor a les organizadores, se dispuso de un amplio espacio para la iniciativa autónoma y, además del programa preestablecido, se llevaron a cabo una gran cantidad de actividades autoorganizadas sobre la marcha. Yo no tenía las fuerzas para organizar algo, pero un energético bicho raro no binario con quien charlé sobre intereses anarquistas queer comunes me comentó que estaban planeando un espacio de cruising queer en el encuentro. Mantuve los ojos abiertos y mis expectativas moderadas.
Entonces apareció: un cartel escrito a mano -por supuesto- cerca de la cola de la comida que anunciaba que el viernes por la noche se celebraría una fiesta queer. A las 20:00, una especie de “meet-and-greet”, “espacio chill hangout”, seguido a las 22:00 de… he olvidado el eufemismo, pero algún tipo de relación más íntima. Podías leer el cartel y no darte cuenta de que se trataba de una fiesta sexual. Pero, aun así, era una llamada a la convergencia: la semilla estaba plantada. Me moría de ganas de ver qué pasaría.
Me presenté sobre las 21:00, después de dar vueltas de un lado para otro en busca del lugar acordado (“junto a la iglesia”, me habían dicho, qué bien, ¿verdad?). Había un edificio donde se proyectaban vídeos y se cuidaba a los niños, fuera del cual había una pequeña plaza llena de escalones de piedra y bancos… ¡y estaba abarrotada de gente! En una docena de círculos y grupos diferentes, la gente charlaba entre sí. ¿Puede ser que todes estes anarquistas sean queer y estén aquí por la fiesta? me pregunté. Si es así… ¡vaya!.
Preguntando por ahí, me enteré de que se trataba de una forma de romper el hielo semiestructurada; la gente se había dividido en grupos y estaban debatiendo algunas cuestiones. Llevaba todo el día discutiendo y no me apetecía mucho, así que decidí volver al centro social, donde estaba previsto que tocara un grupo colombiano de anarcopunk.
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Ataviade de mis mejores galas, con mis pendientes en las orejas, salí una hora más tarde de la sala dispueste a divagar a ver qué me encontraba. Cuando llegué a la plazoleta que hay entre la iglesia y el edificio donde se proyectaban videos, vi que una multitud de gente pasaba a mi lado en la dirección de la que yo había venido. Todavía quedaban algunos grupos de personas sentados charlando en la plaza, pero el edificio estaba cerrado y oscuro por dentro. ¿Dónde estaba la fiesta? Busqué en vano a alguien conocido. Entonces vi -sí- un cartel escrito a mano y pegado en la pared de la iglesia: “KINKY QUEER CRUISING DETRÁS DE LA IGLESIA 0:00”. Me pareció bien. Miré el reloj. Era medianoche.
Sintiendo el cosquilleo de la anticipación erótica, deambulé alrededor de la centenaria iglesia de piedra hasta una pasarela de piedra tenuemente iluminada flanqueada por un talud cubierto de hierba, donde no encontré… nada. A nadie. Totalmente desierta. Hmmm… ¿Habré leído mal el cartel?
Volví a la plaza, donde sólo quedaba un puñado de gente fumando y charlando. El cartel seguía allí. Me quedé un rato, merodeando un poco, sintiéndome un poco espeluznante en un sentido no tan divertido. ¿Y ahora qué?
De vuelta frente a la iglesia, me encontré con une amigue que había sido une de les organizadores del acto. Me pusieron al día angustiades. Había acudido muchísima gente, mucha energía, muchas conversaciones, luego habían entrado en el edificio para llevar la fiesta al siguiente nivel, pero había habido un malentendido con les organizadores: “Lo siento, el espacio se cierra ahora, todo el mundo tiene que irse”. La gente obedeció, y al poco rato el edificio estaba cerrado y la fiesta de cruising queer, sin espacio. Se propuso hacer cruising por dentro de la iglesia, se colgó el cartel, pero otres pensaron que podría ser irrespetuoso con la comunidad local (bueno, es verdad). Así que todo el mundo se había dispersado, y ahora -concluyó mi agitade amigue- “¡no tengo ni puta idea! Aaargh!”
Me sentí decepcionade. Caminamos en un pequeño grupo de queers colina abajo hacia la pista de patinaje sobre hielo, donde se encontraban los puestos de libros. Mientras caminábamos, charlé con gente de varios países sobre cómo los ambientes anarquistas en les que viven se relacionan con el erotismo, colectiva y políticamente. La conversación fue interesante, pero pude notar cómo mi cuerpo se transformaba a medida que me retiraba al registro cómodo y familiar de la discusión política y me alejaba de esa situación interna, sensorialmente sintonizada, tensa y hormigueante en la que me había deslizado en mi esfuerzo fallido por pasear por la iglesia.
Junto a la pista de patinaje, formamos un grupo, charlamos, y permanecimos allí de pie y quietes, lamentándonos de nuestras penurias como aspirantes a liberacionistas sexuales vestidos de gala y sin ningún sitio adónde ir. Nos planteamos montar una orgía en las duchas -¿alguien tiene fantasías de vestuario de instituto?- o simplemente irnos a la cama.
En ese momento, otro grupo de personas se dirigió a una sala trasera del estadio y empezó a colocar decoraciones improvisadas, a retocar la iluminación y a buscar un altavoz para la música. Me moví entre los grupos de gente que había fuera, comunicando la nueva ubicación. Cuando volví a entrar, el pequeño espacio se había transformado. La electrónica oscura sonaba bajo una tenue luz ambiental. Las sillas o cajas que había por allí se habían apartado y una multitud de queers bailaba con entusiasmo en el centro de la sala. De algún modo, había aparecido un colchón al fondo de la sala, y sobre él dos personas se retorcían con entusiasmo en la oscuridad, junto a la silla de ruedas en la que había llegado una de ellas. Sonreí. Habíamos conseguido arrancar de las fauces de la derrota una victoria queer extrañamente sexy.
La sala, bastante grande, ofrecía espacio para charlar, flirtear, bailar, etc., además de algunos rincones oscuros. Pero al fondo de la sala, una puerta y una rampa de madera conducían a un tenue pasillo donde se intensificaba el cruising. El estrecho pasillo conducía a las entrañas de la pista de hielo, de sólo unos metros de ancho; en el lado derecho, bajo un techo inclinado bajo las gradas de la pista, se apilaban montones de colchonetas de gimnasia bajo lonas polvorientas. Aquí, en esta húmeda oscuridad, parejas y grupos de cuerpos llenaban el espacio de gemidos. En este espacio, un gran rotulador de pintura queer había tachado las coordenadas familiares del género, la sexualidad y la identidad; aquí, volvimos a dibujar el mapa, garabateando en terra incognita nuevos hitos de cuerpos y deseo.
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En la sala más grande, caminé a través de la oscuridad que crepitaba con la electricidad de la noche, el erotismo reprimido de los últimos días recorriendo mis venas, mis poros exudando feromonas de bandera negra. Una encantadora criatura trans que había formado parte del grupo con el que había bajado a la arena me sonrió a través de la oscuridad. Le devolví la sonrisa. Nos acercamos. Nuestras manos se extendieron. Nuestras bocas se encontraron.
Con los dedos entrelazados, atravesamos el umbral y entramos en el oscuro pasillo. Pasamos junto a una docena de cuerpos que se retorcían en diversas combinaciones, identidades indeterminadas, dándose placer unes a otres en infinitas combinaciones. Encontramos un rincón desocupado, nos deslizamos sobre la pila de colchonetas y apretamos nuestros cuerpos. “¿Te gusta?” “¡Qué rico!” “¿Puedo olerte el sobaco?” “Oh, joder.” “No tan fuerte. Eso es… ahí, eso es perfecto”. Rodamos, apretamos, olisqueamos, gruñimos y reímos, disfrutando le une de le otre y de los sonidos que resonaban en el pasillo desde los rincones enclavados en la oscuridad.
Pasaron minutos, horas, días. En algún momento, une encantadore desconocide me sujetaba las muñecas a la colchoneta y me susurraba al oído mientras yo ronroneaba y arqueaba la espalda. En otro momento, buscando un poco más de espacio en la cada vez más abarrotada zona de cruising, deambulé hasta el fondo del pasillo y encontré un pequeño almacén con una Zamboni. Me senté a horcajadas sobre la máquina mientras otre encantadore desconocide se sentaba a horcajadas sobre mí. No era exactamente una fantasía que tuviera en mi lista vital, pero ¿dónde si no iba a tener la oportunidad? Escuchando los sonidos de camaradas de innumerables naciones gruñendo en la oscuridad en muchos idiomas, oliendo el sexo que flotaba por la pista de patinaje suiza, sintiendo mi cuerpo estremecerse de placer mientras me recostaba contra el asiento de plástico amarillo de la Zamboni, pensé para mí: Esto sí que es anarquía. Esta es la anarquía que estaba esperando.
Hay tantas cuestiones que debatir sobre sexo, género, sexualidad, identidad, espacios seguros, cuidados y mucho más. Nunca llegaremos a un consenso, pero podemos seguir luchando juntes, aprendiendo les unes de les otres y mejorando. Sin embargo, a pesar de todos los diferentes enfoques y prioridades que traemos de nuestras diferentes culturas y perspectivas políticas, creo -insisto, exijo- que el erotismo colectivo sea una parte fundamental de lo que el anarquismo puede ser. Que nuestro deseo de libertad y nuestro deseo mutuo se entrelacen, alimentándose mutuamente. El secreto es empezar de verdad. Que cada pista de patinaje acoja una orgía secreta. Para cambiarlo todo, empieza en cualquier parte, incluso en una Zamboni en un pasillo oscuro con tu camarada anónimo.
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Thanks to Briega for this translation.
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Su humilde autore estaba una vez en Bound Together Books, en San Francisco, cuando era un joven y tímide anarco-queer, mirando los pins de esmalte con forma de estrella que estaban expuestos y tocando con los dedos uno negro y rosa, mientras un hombre mayor, gruñón y achacoso, con una camiseta negra y una gorra negra lisa, le observaba desde su posición detrás del mostrador. “¡Y eso es otra cosa!”, dijo, sin que nadie se lo pidiera, con los brazos cruzados. “¡Todas estas etiquetas hoy en día! ¡No lo soporto! Anarco-sindicalista, anarco-primitivista, anarco-feminista, anarco-queer, anarco-esto, anarco-eso”. Sus ojos se desorbitaron hacia el techo, su voz se agrió de burla. “Y cada uno tiene que tener su propio color, su propia bandera para su pequeño nicho. Bueno, ¡yo no!”, tronó, señalándose con el pulgar para enfatizar su punto de vista. “¡Yo soy anarco-anarquista! Mi bandera es negro sobre negro”. Asintió con fiereza, volvió a doblar los brazos y se acomodó en su silla. Escarmentade, divertide, pero no convencide, compré el pin negro y rosa, pero he pensado en él muchas veces desde entonces. ↩